Café Florida

Florida, Boedo 844

Café Florida – Ph: Café contado

En apenas 200 metros de la Av. Boedo hay dos Cafés Notables (Homero Manzi  y Margot), otros dos con igual capital simbólico (Trianón y Pugliese) y propuestas muy interesantes como Pan y Arte. Pero, además de estas notables opciones hay un café (Boedo 944) de los que apenas se notan, el Café Florida.

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Café Florida – Ph: Café contado

Para aquellos que aman la estética de los años ’70, el Florida es un templo en estado puro. Abrió en 1971 y desde entonces se mantiene igual. Es un auténtico café sin otras pretensiones de servicio y gastronomía que no sean las esperables y habituales a un “café de barrio” y no “del barrio, porque hay muchos” como afirma Luis, su propietario. Sigue leyendo

El culto a la cola

cajerosEl grupo se disolvió una vez que el Banco Ciudad reemplazó los viejos cajeros automáticos por nuevos. Hasta entonces todos los días hacían la misma cola. Los descubrí por casualidad. Yendo a operar los cajeros de la sucursal de Av. Boedo 874. Frente al Margot, mi parroquia preferida. Las terminales siempre fueron tres y la cola una sola. La dinámica simple: al liberarse cualquier de las máquinas le correspondía el turno al primero de la fila. Dos de los tres cajeros parecían operar con mayor fluidez, pero otro, el tercero retenía a los clientes por inexplicables minutos. Los usuarios que caían atrapados en esta tercera unidad rezongaban, negaban con la cabeza, maldecían y al cabo de un buen rato dejaban pasar su turno y volvían resignados a ponerse al final de la cola y así dar inicio a un nuevo circuito. La chica que me precedía fue quien me alertó. “¿Funciona ese cajero?”. El reflejo del sol no me dejaba ver con nitidez. Me acerqué con cuidado de no importunar al cliente que estaba tecleando con sus dedos índices cargados bronca para percibir con extrañeza que la pantalla estaba a oscuras. Tal cual, no funcionaba. La cola seguía avanzando. La gente advertida cuando se liberaba la unidad que no funcionaba no perdía tiempo intentando lo imposible. En ese momento surgían de la cola personajes que haciendo un gesto de permiso al primero de la cola pedían autorización para ir a malgastar su vida en una máquina rota. Esto que cuento no lo comprobé inmediatamente. Fue una sospecha. Observé que un grupo manejaba códigos propios y que se cedían el turno para pasar a no operar. La sensación que tuve colmó mi curiosidad y por dos o tres días fui hasta el Banco a utilizar sin necesidad alguna los cajeros automáticos para certificar el hecho. Y ahí estaban. Los mismos. Esperando su turno para perder el tiempo frente a una pantalla oscura mientras hacían catarsis de sus propias vidas. Como si fueran confesionarios del sistema capitalista. La escena me hizo recordar la perfomance del artista eslovaco Roman Ondák que se exhibió en 2002 en la Tate Gallery de Londres. Era una fila de actores que creaban una cola artificial y que reproducían con sus posturas y actitud la espera de algo. Incluso el público podía “sumarse” a la cola y compartir un rato perdido con esta gente.

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En Boedo la gente extraña abunda. Y en sus cafés se mimetizan con el resto de los mortales. El Margot dispone de un repertorio (algunos ya los he contado) que lo enriquece. Incluidos muchos de estos coleros que se cruzaban la avenida para pasar a los baños del café. O pedían permiso para sentarse por unos pocos minutos a las mesas aduciendo que los cajeros automáticos estaban fuera de servicio y que personal del banco les habían asegurado volverían a funcionar en breve. Los hacedores de una cola inútil pronto se convirtieron en mis compañías cotidianas.

Un buen día todo cambió. La sucursal del Ciudad entró en una renovación (quiero creer que estaría programada y que la misma no obedeció a una decisión de la entidad para terminar con la insólita práctica de un grupo de personas que se reunían a diario para ocupar sus mañanas mientras le echaban la culpa del tiempo perdido a una máquina que de antemano sabían que no funcionaba) y de tres terminales quedaron sólo dos. Flamantes. Y funcionando. El grupo se disolvió en el acto. Todavía hoy, algunas mañanas, desolados y sin rumbo, suelen juntarse en la puerta del banco buscando una explicación a su infortunio. Uno de ellos suele volver por las noches y recorre las mesas del Margot y de los cafés vecinos. Es vendedor ambulante. Fácil de reconocer. Va con su valijita repleta de frascos caseros. Vende perfumes… de yuyos y de alfalfa…20140328_090035

El Café de la Esquina

El Progreso

El Progreso, Montes de Oca y California, Barracas

Buenos Aires es una ciudad de Cafés. El bien merecido título podría ser discutido en cafeterías de Praga, Viena, París o Madrid. Sin embargo, ninguna de éstas acredita el vínculo entre el Café y el Tango. La tradición por el Café en nuestra ciudad viene desde la Colonia, pero fue cuando irrumpió nuestra máxima y más original creación que se constituyó un maridaje perfecto. La inmigración de la primera mitad del siglo XX también supo agregarle a nuestros Cafés un tinte distintivo que los distingue. Sirvieron como espacio de contención espiritual y salida laboral a miles de recién llegados que dejaban mujeres e hijos al otro lado del océano. Poetas, escritores, compositores, sentados a sus mesas encontraron la musa inspiradora que le puso letra y música a Buenos Aires. El tango con su profundidad, capacidad de decir y corajuda autocrítica, convirtió a los Cafés en Aulas Magnas. La escuela de todas las cosas (Cafetín de Buenos Aires, E. S. Discépolo). Para el porteño el Café es religión y su templo, el Café de la Esquina.

Así como otras ciudades se vanaglorian de que cada 400 mts. hay una parada de subtes, Buenos Aires lo hace con sus cafés. Están los que alcanzaron la jerarquía oficial de Notables y los que apenas se notan. Todos aportan a la construcción de nuestra identidad. El Café de la Esquina es un faro, atalaya de historias de barrio. Es el mojón a partir de  cual se trazan distancias o tejen redes borgeanas de vínculos. Funciona tanto de punto de encuentro entre parroquianos amigos como rincón para la soledad reflexiva. En su interior se medita, escribe, lee, espera, sufre, conversa, discute, acuerda, ama, escucha, aprende. El Café de la Esquina, en estado puro, está conformado por un código genético que puede ser reconstruido en el imaginario de todo porteño. Hoy, son pocos los que mantienen esa estructura matricial. La que genera que al atravesar el umbral de la ochava se experimente la sensación de armonía, serenidad y paz que transmite la naturaleza. Sin embargo, luzcan como luzcan, lo que no se ha modificado es la devoción por visitarlos. El fiel no se detiene en el cumplimiento irrestricto de la liturgia local (que incluye: piso en forma de damero, mostrador de estaño, grifo con forma de cisne, espejos bicelados, sillas y mesas de madera, ventilador de pared, imágenes de grandes campeones de box, estrellas del espectáculo, santos populares, banderines de fútbol, etc.). Sin medir riqueza ni mobiliario, el porteño sostiene su diálogo íntimo y cotidiano tanto en grandes cafés que parecen catedrales o en propuestas más sencillas similares a iglesitas de pueblos de provincia.imágenes paganas

La Chirilísima, Olavarría y Del Valle Iberlucea, La Boca

El Café de la Esquina es un espacio común del gran condominio que es Buenos Aires. Está cargado de información que nos resulta familiar y contiene. Todos somos sus hijos adoptivos y volvemos cotidianamente a entablar ese vínculo íntimo con los sentimientos más puros y profundos.

Diez ejemplos n(N)otables

1. Varela Varelita, Scalabrini Ortíz y Paraguay, Palermo

1.Varela VarelitaSu nombre viene de su dueño, Varela, y de su hijo, Varelita. Fue bunker del Frepaso cuando la fuerza empezaba a trazar sus primeras líneas de acción. El Chacho Álvarez, vecino, lo transformó en su “despacho” vicepresidencial. Y siguió frecuentándolo a diario hasta que lo destinaron en Montevideo. Adoptado por directores de cine, gente de TV y escritores. Cuentan que fue Héctor Libertella quien les hizo creer a los dueños que el whisky JB se llamaba así por José Bianco. Por eso cuando se pide una medida la orden que llega a la barra: «Marche un Pepe Bianco!»

2. El Banderín, Guardia Vieja y Billinghurst, Almagro

El BanderínComenzó siendo, por la década del ’20, un almacén-bar llamado “El Asturiano”. El nuevo nombre viene a partir de su actual dueño, Mario, “El Alemán”, quien comenzó a juntar banderines para exhibirlos. Hoy, la colección, también incluye camisetas como la del gol a Nigeria de Caniggia en EEUU ’94. Dos incunables: un cuadro del equipo del River del ’36, el del debut de Pedernera y Labruna, hecho con papeles de marquillas de cigarrillos y cocido por los presos de Devoto como regalo a la visita que les hiciera Troilo a la cárcel. Fallecido Pichuco, su sobrino, se lo regala a Mario. El otro, un banderín del C. S. y D. El Tábano, club del célebre “Polaco” Goyeneche, está cocido con hilos de oro y existen sólo 20 ejemplares.

3. Florencio Sánchez, Deán Funes y Chiclana, Parque Patricios

20130701_131343El Florencio Sánchez es un café que data de 1929. Está en el límite entre Parque Patricios y Boedo. En una de las siete esquinas que traza la diagonal Chiclana cuando atraviesa la Av. Garay. La esquina correcta es Deán Funes y Chiclana. El sitio transpira fútbol de dos cuadros con anclaje barrial: Huracán y San Lorenzo. Sin embargo, sus actuales dueños son fanáticos del Deportivo La Coruña. Y con este dato es innecesario agregar el origen. Café que cobijó de niño al Bambino Veira y le dio letra a muchas de sus reconocidas frases. Supo funcionar como cueva de quinieleros que se escondían en el baño cuando husmeaban a la policía. Y hablando de baño, los caballeros no se equivoquen, está señalado como viorsi.

4. El Progreso, Montes de Oca y California, Barracas

El ProgresoEl noble edificio fue construido en 1911 y resulta fácil imaginar el carácter referencial que habrá adquirido a principios del siglo XX cuando al cruzar el Riachuelo desde Barracas al Sud (Avellaneda) se tomaba por la Calle Larga (Montes de Oca) rumbo al centro de la ciudad. El Progreso ya funcionaba cuando María y su marido se hicieron cargo del Café hace poco más de 50 años. Que Barracas fue una de las cunas del tango lo certifica en El Progreso de los tangueros Ángel Vargas, Ángel D’Agostino y Juan D’Arienzo. Sus amplias dimensiones sirvieron de escenario a varias películas. El Diario Clarín lo utilizó para su campaña de promoción de su 60° Aniversario.

5. Margot, Boedo y San Ignacio, Boedo

MargotEn la década de los 40, el matrimonio Torres, dueños en la misma esquina del entonces reconocido Trianon, inventaron el sándwich de pavita cuyo secreto era que estaba elaborada al escabeche. En la actualidad se sigue vendiendo con la misma calidad original. Algunos de sus célebres consumidores fueron: el diputado socialista Alfredo Palacios, el presidente Perón que mandaba a su chofer a buscar el pedido, el poeta Julián Centeya y Ringo Bonavena.

 

6. Bar de Cao, Independencia y Matheu, San Cristóbal

Bar de Cao

Foto: Hans W. Muller

Los hermanos Cao dieron forma a esta esquina del barrio de San Cristóbal en 1930 (aunque el bodegón, como tal, data de 1915) y durante 70 años estuvieron al frente del establecimiento que nació, con ellos, como almacén con despacho de bebidas. Con los años, el juego de naipes por dinero fue una constante. En el fondo se juntaba gente de prontuario con parroquianos y transeúntes ocasionales. La vieja máquina de hacer café, que aun se conserva como pieza de museo, jamás les funcionó a los hermanos Cao, el café servido era de filtro. Los Cao siempre decían: «la máquina se nos descompuso ayer».

7. El Federal, Perú y Carlos Calvo, San Telmo

El FederalSin lugar a dudas integra el podio de los mejores Cafés de Buenos Aires. El edificio data de mediados del siglo XIX y allí funcionó una pulpería y una casa de citas o de «tolerancia», o sea, un prostíbulo. En los años ’50 (del siglo XX) se perpetró un crimen pasional. La agraciada hija del entonces dueño noviaba con un individuo que descubrió la traición de la joven y la mató en el lugar. La leyenda cuenta que el fantasma de ella aun ronda las viejas mesas de El Federal.

 

8. Los Galgos, Callao y Lavalle, San Nicolás

20130628_151328La casa de dos plantas fue residencia de la familia Lezama y data de 1880. En 1920 fue alquilada a la empresa Singer que instaló un local de venta de máquinas de coser. En 1930, un asturiano, amante de las carreras de galgos, lo convirtió en bar almacén. Don José Ramos lo compró en 1948, hoy lo atienden sus hijos. Entre los ’50 y los ’70 Los Galgos abría las 24 hs. Era el Café de Discépolo y Troilo. Y una vez al mes, también de Pugliese que tenía a su médico a media cuadra. Los políticos radicales lo tomaron como “Ateneo”, tres presidentes: Frondizi, Alfonsín y De la Rúa fueron sus clientes.

9. Roma, Anchorena y San Luis, Balvanera

RomaAsí como Eduardo Galeano afirma que en el Café Brasilero de Montevideo todos los días toma un café con Dios (es el apellido de la moza), en el Roma se puede hacerlo con Jesús. Don Jesús y su primo Laudino lo atienden desde 1951, pero el Café funciona desde 1927. Por sus mesas desfilaron Norma Aleandro, María Vaner, Leonardo Favio, que se cruzaban de la Escuela de Teatro de don Pedro Aleandro. A sólo dos cuadras está la casa de Carlos Gardel. No existen testimonios comprobables, pero alguien puede afirmar que el Zorzal nunca entró a este templo que queda a sólo 200 mts de su casa y a 150 del Mercado de Abasto?

10. Oviedo, Lisandro de la Torre y Av. de los Corrales, Mataderos

OviedoSu fachada testimonia que abrió sus puertas en 1900 aunque algunos sostienen que funcionaba desde antes, incluso  antes de que se colocara en 1898 la piedra fundamental del Matadero Municipal. Los palenques por sobre Tellier (hoy Lisandro de la Torre) y Nueva Chicago (hoy Avenida de los Corrales) ya no están, pero entrar al Oviedo es hacerlo a un bar pulpería de la llanura pampeana. Un habitué era Ángel Riverol, guitarrista de Gardel y vecino del barrio. Los cantantes Ignacio Corsini y Alberto Castillo conocieron de su ginebra, y Virulazo, bailarín de tango como pocos, también compartió tertulias y tardes de billar.

El falso Jorge 2. El regreso.

Al falso Jorge lo conocí al heredar dos sillas bajas, del tipo butacas, de pana marrón. Fue él como podría haber sido cualquier otro de las decenas de tapiceros que existen en Boedo. Pero, éste quedaba dentro de mi circuito diario hacia la boca del subte o rumbo al Margot (mi parroquia preferida).

La tapicería quedaba en la calle Castro Barros casi Constitución y su nombre figuraba elocuentemente grabado en la vidriera: “Tapicería Jorge”.

OLYMPUS DIGITAL CAMERA¿Jorge?, fue mi pregunta retórica a la persona que atendía. Me respondió asintiendo con una mueca que entendí obvia y que resultó el inicio de una relación que se desarrolló fluida y recurrente. El falso Jorge era casi un vecino, sin embargo nunca lo había visto. Y pronto pasó a convertirse en una persona omnipresente en mis caminatas por el barrio. Además de verlo en la tapicería a diario, donde mis dos sillas del tipo butacas de pana marrón se apilaban junto a otras tantas que certificaban un evidente retraso en los trabajos, comencé a encontrármelo en el subte, comprando en el mercado o sentado a una mesa del Homero Manzi que da a la Avenida San Juan. “Hola Jorge” pasó a convertirse en una frase que repetí hasta el hartazgo. El falso Jorge siempre estrenaba un problema nuevo de salud: exceso de azúcar en la sangre, la presión por el piso o el colesterol por las nubes. El hecho singular de mi tapicero de Castro Barros era que, una vez conocido el diagnóstico, profundizaba el consumo de aquellas cosas que le hacían mal para confirmar el informe inicial y descartar algo peor que le hubiesen ocultado.

_la-taberna-de-roberto-inclan-1-1348396628Hola Jorge, dije como de costumbre un mediodía que lo crucé a pocas cuadras de la tapicería, en la parrilla “El Turf”. El falso Jorge le entraba sólo a una fuente de mollejas y chinchulines de las que comen tres. Le habían diagnosticado gota y estaba asegurándose que el malestar posterior tuviera relación con el dictamen. Otra vez, yendo hacia el subte, volví a repetir el “Hola Jorge” a través del vidrio del Homero Manzi cuando lo vi en su mesa de siempre atacando seis medialunas de manteca. No había que ser médico para adivinar que un nuevo estudio le habría arrojado colesterol alto o diabetes. La pena es que nunca hubiese sufrido de ciática o reuma como para dedicarle horas extras, más un fuerte dolor de espalda, a los trabajos atrasados. Hola Jorge. Hola Jorge. Hola Jorge, seguía repetiendo cada día y cada tarde que en la tapicería o caminando por Boedo durante meses.

Un buen día estábamos charlando en la vereda mientras me comentaba de un nuevo dolor cuando se detuvo un auto. La conductora bajó la ventanilla y lo llamó: ¡Pedro!. Mi tapicero hipocondríaco se le acercó y mantuvieron un diálogo. Cuando regresó le pregunté sorprendido:

-¿Usted no se llama Jorge?

-No, Jorge era mi hermano. Cuando falleció me quedé con el local.

-¿Pero usted es tapicero?

-No, estoy conociendo el oficio. Siempre vendí artículos de limpieza.

falso jorgeMeses meses más tarde, el falso Jorge me entregó el trabajo que hoy se luce en el living de casa. Al tiempo la tapicería cerró y dejé de verlo. Pronto me hice a la idea que, finalmente, el falso Jorge, de tanto insitir, le había ganado la apuesta a su destino y sucumbido frente a sus temores más severos.

 

Hace un par de sábados, yendo a Misa en el Margot tuve una aparición. Sobre la calle Carlos Calvo al 3800 reconocí al falso Jorge charlando con un cliente en su nuevo local. Seguramente le estaría contando que le dolía algo. O a lo mejor ya aprendió el oficio. A partir de ese día volví a verlo con frecuencia. Ahora para en el Café Osvaldo Pugliese, Carlos Calvo y la Av. Boedo. Ah, y el nuevo local se llama “Tapicería Jorge”.

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Fotos que dicen/12

para margot celedonio flores

 

Se te embroca desde lejos, pelandruna abacanada,

que has nacido en la miseria de un convento de arrabal,

porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada,

la manera de sentarte, de charlar o estar parada,

o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal.

 

Ese cuerpo que hoy te marca los compases tentadores

del canyengue de algún tango en los brazos de algún gil,

mientras triunfan tu silueta y tu traje de colores

entre risas y piropos de muchachos seguidores,

entre el humo de los puros y el champán de Armenonvil.

 

Son macanas: no fue un guapo haragán ni prepotente,

ni un cafishio de averías el que al vicio te largó;

vos rodaste por tu culpa, y no fue inocentemente:

¡berretines de bacana que tenías en la mente

desde el día en que un magnate cajetilla te afiló!

 

Yo me acuerdo: no tenías casi nada que ponerte;

hoy usás ajuar de seda con rositas rococó…

¡Me revienta tu presencia, pagaría por no verte!

Si hasta el nombre te has cambiado como ha cambiado tu suerte:

ya nos sos mi Margarita… ¡ahora te llaman Margot!

 

Ahora vas con los otarios a pasarla de bacana

a un lujoso reservado del Petit o del Julien;

y tu vieja, pobre vieja, lava toda la semana

pa’poder parar la olla con pobreza franciscana

en el triste conventillo alumbrado a querosén.

 

 

Margot (Celedonio Flores, 1919)

La guerra de los medios llegó al Café

Margot

Esta escena la vivo a diario en el Margot de Boedo, pero sospecho que los roles de sus protagonistas pueden ser reproducidos en cualquier Café de la Ciudad. Desde que se impuso la solidaria moda de ofrecer diarios para lectura gratuita, la tenencia de éstos en algunos cafés alcanza miserias humanas insospechadas. En el Margot desde un principio se instaló la figura del “acaparador” de diarios. Señor robusto, por sus años ha de ser jubilado, de gesto adusto. El Acaparador se autoproclamó dueño y señor de la tenencia para consumo propio, y por el tiempo que le venga la gana, de todos los diarios disponibles, que no son menos de tres de tirada nacional más un periódico barrial, ante el silencio cómplice, respetuoso, y porqué no cobarde, otorgado por el resto de los parroquianos de las mañanas en el Café.

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El Acaparador llega bien temprano y acumula en su mesa de lectura todos los ejemplares y los va liberando, de a poco, a su debido tiempo, manejando los tiempos, miradas, urgencias y ansiedades del público. Es el protagonista, el actor principal. Y tiene montado su unipersonal.

Pero, fue una mañana que una mujer también mayor, con exceso de pintura en su rostro, se subió al escenario a disputarle protagonismo. No tuvo nada que decir. Ni fue necesario formalizar el enfrentamiento. Tampoco manifestarlo corporal o gestualmente. El juego se planteó sin recurrir al desafío explícito.

A partir de ese día el Acaparador mostró debilidades humanas, le aparecieron tics, tos alérgica, y, más evidente aún, comenzó una lectura nerviosa de los diarios.

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Todo fue por la mirada inquisidora de la mujer pintada en exceso que empezó a descargar la electricidad que todas las lamparitas bajo consumo de los ojos de los demás parroquianos juntas no llegamos a empardar. El primer actor, de todos modos, llevaba una ventaja inalcanzable a la nueva actriz protagónica: no pasaba a diario por maquillaje y siguió siendo el primero en llegar.

Hace unas pocas semanas observé que la mujer pintada empezó a traer una bolsita plástica colgando de su brazo. De su interior sacaba diarios viejos que, sin que el Acaparador lo notase, dejaba en otras mesas. El olfato del viejo sabueso cayó en la trampa y, sin darse cuenta, en su patológica voracidad, empezó a consumir noticias viejas.

Una mañana, cerca del mediodía, cumplida su tarea con la contracción y rigidez habitual, el Acaparador salió a la calle con la actitud satisfecha del deber cumplido. Se fue caminando, y empapándose, bajo una lluvia torrencial por la Av. Boedo. El diario viejo que le había traspapelado la mujer pintada en exceso anunciaba un día soleado.