De viejas pulperías

Andaba el cronista, en su último callejeo, comentando su pasión de “coleccionista de cafés” y, remontándose en el tiempo, hacía un repaso por los primeros establecimientos de ese tipo que hubo en Buenos Aires a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Pero también esbozaba una genealogía más popular que, partiendo de las pulperías y pasando por los almacenes con despacho de bebidas, llegaba a nuestros cafés de barrio. 20130503_154538Lugares, es cierto, en los que lo menos que se tomaba era esa infusión, pero en los cuales el “pueblo menudo” encontraba un lugar de sociabilidad, jugaba a los naipes o a los gallos, departía con vecinos o extraños o, en ocasiones, disfrutaba de una payada. El cronista no quiere terciar en la etimología del término, que bastante polémica ha causado, que si viene de la bebida mexicana “pulque”, o de “pulpa” de carne (como aún llaman los uruguayos al vacío), o menos aún de un “pulpo” que poco se consumía en estos pagos, pero sí comentaba que hay registros muy antiguos de este comercio –actas de los Cabildos, órdenes de los Virreyes, etc.– con múltiples reglamentos y prohibiciones. Y la cosa, en realidad, no era para menos, porque estas pulperías eran pieza fundamental en la comercialización del contrabando que ejercían con entusiasmo los porteños de entonces, y en aquellas que estaban en la campaña, o en zona de frontera con el indio, en el intercambio de productos por cueros obtenidos en los malones o el cuatrerismo. Rosas la tenía muy clara en su política de zanahoria y garrote con las parcialidades indígenas: regalos y comercio para atraerlas y garantizar la paz, y si no, las indisponía unas contra otras o, directamente, las reducía por la fuerza. No por casualidad uno de sus más eficientes colaboradores, Vicente González –conocido como el carancho del Monte– era, precisamente, pulpero.

BACLE03Pero no era intención del cronista referirse a las pulperías de campaña, sino a aquellas que estuvieron más o menos dentro del ejido urbano o en las vías de acceso al mismo, algunas en lugares hoy tan céntricos como Venezuela y Perú –la Pulpería del Poste Blanco–, cuyo nombre el cronista presume que se debía al color del grueso poste esquinero que en estos comercios actuaba como soporte de los dinteles de las puertas que solían dar a dos calles. Ahí está una litografía de Bacle que lo ilustra, con el despacho de bebidas en la esquina y en otra puerta, sobre una calle, el de mercaderías. Pero aquellas que más han perdurado en la historia o el recuerdo estuvieron en esas zonas en que la ciudad empezaba a ser campo, paso obligado de las carretas hacia las plazas en que se concentraban –los Corrales de Miserere, el Alto de San Pedro, la Plaza Constitución– o de las tropas de ganado que eran arriadas hacia el matadero. En el viejo Camino Real, conocido en la época de Rosas como Federación y hoy avenida Rivadavia, el inmigrante genovés Nicolás Vila instaló su casa y negocio en 1821 en la esquina oeste del cruce con Emilio Mitre, y por el motivo de su veleta fue conocida como la Pulpería del Caballito. Y más cerca de Miserere, en la esquina también oeste con Matheu, vivió y ejerció el negocio Leandro Antonio Alen; allí nacieron su hijo de igual nombre y su nieto Hipólito Yrigoyen, futuros caudillos del Radicalismo.

Hacia el sur, la Calle Larga de Barracas, hoy avenida Montes de Oca, es recordada por aquella “pulpera de Santa Lucía” que se fugó con un payador unitario y evocó Héctor Pedro Blomberg, pero en su traza supo albergar a dos de las más renombradas pulperías de la segunda mitad del siglo XIX: Las Tres Esquinas, en el cruce con Osvaldo Cruz (ver publicación https://cafecontado.com/2013/09/16/nieblas-del-riachuelo/) , y La Banderita en la esquina noroeste de Suárez. La primera dio nombre al barrio –o por lo menos lo popularizó– al que más tarde le cantó Enrique Cadícamo, y en la segunda hizo sus primeros pininos artísticos el joven Ángel Villoldo cuando trabajaba como cuarteador en la barranca frente a la actual Casa Cuna. Ambas eran famosas por las carreras cuadreras que se realizaban en los días festivos, de una hasta la otra o, en el caso de La Banderita, en el tramo que iba desde Montes de Oca hasta el terraplén del Ferrocarril del Sur.

Pero si hablamos de cuadreras, debemos referirnos a una de las pulperías más famosas, la de Gades, ubicada en la esquina suroeste de las actuales Loria y Chiclana, conocida como “la esquina de los corredores”. Emplazada a corta distancia del matadero –los “Corrales” que dieron su primer nombre al barrio– era punto obligado de reunión de arrieros, matarifes y toda una población que vivían de las industrias subsidiarias: seberías, acopiadores de cueros, etc., y desde su esquina se corría el tiro hasta el “camino de los güesos”, actual Boedo. Por otro camino de tropas, la hoy avenida Corrales, al llegar al Camino de Gowland –hoy avenida La Plata– se encontraba la Pulpería de María Adelia que, según cuenta el historiador Jorge Bossio en su recordado libro Los cafés de Buenos Aires: reportaje a la nostalgia, fue improvisado hospital de sangre durante los combates de 1880, cuando “aquella chusma valerosa de los Corrales” –al decir de Borges– se enfrentó al Ejército nacional en una última compadrada que no pudo impedir la federalización de la ciudad y el triunfo electoral de Julio A. Roca.

la blanqueadaEl cronista supone, no lo sabe de cierto, que en esas jornadas sangrientas también se deben haber visto envueltos otros dos establecimientos ubicados en pleno campo de batalla: La Blanqueada, en la esquina suroeste de las actuales Sáenz y Francisco Rabanal, y otra cuyo nombre no ha llegado a nuestros días, en similar esquina de la calle Arena y el “callejón de las quintas”, hoy Almafuerte y Caseros. La primera fue evocada por el historiador y nativista Justo P. Sáenz (h.) como parada obligada de los viajeros y troperos que cruzaban el Puente Alsina para tomar una caña o en su caso, dados sus cortos años, una “gaseosa de bolita”, lo que denota la transformación de la antigua pulpería en despacho de bebidas. A fines de la década de 1890 La Blanqueada ya no existía, se había transformado en una chanchería que giraba bajo el nombre de Bautista Selles y Cía.; años después el boliche volvió por sus fueros y la esquina volvió a su antigua condición para, finalmente, transformarse en pizzería… Sin embargo, en sus tiempos de gloria supo ser reducto de payadores –tanto como el Café de los Angelitos que originó esta serie de notas– y en su salón cantaron o pararon Gabino Ezeyza, José Higinio Cazón, Ambrosio Ríos y un joven vecino de Almagro llamado José Betinotti, grupo que también sentó sus reales en la ya citada esquina de Almafuerte y Caseros donde, pocos años después, también cantó alguna que otra vez Carlos Gardel. Con los años, la vieja pulpería se transformó en el Café El Parque (no confundir con su homónimo de Caseros y Rioja), hito durante décadas de los vecinos de Parque Patricios. Allá por fines de los años 1970 el café, y los negocios aledaños que compartían el predio, un kiosco y una peluquería, cerraron y fueron tapiados debido a un arduo conflicto sucesorio que demoró –si al cronista no le falla la memoria– unas dos décadas. Hoy en la antigua esquina se alza nuevamente un café al uso moderno, es decir medio pizzería, con esa decoración modernosa y fría, despersonalizada, que va invadiendo nuestros antiguos boliches. Hasta el nombre El Parque perdió, pero al menos sigue fiel a su origen y vocación primera, no como la bravía y ecuestre esquina de los corredores, que hoy es una gomería. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 129, abril de 2013

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/04/n-129-abril-de-2013-el-subte-sur-aquel.html

¡¡¡Salvemos a la Richmond!!!

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«El cierre de un comercio resulta siempre una situación penosa. Pero si se trata del cierre de un café, un bar o una confitería la cuestión es aún más traumática. El café ha sido siempre un lugar de encuentro, y como tal un espacio entrañable. La vida de estos establecimientos corre a la par de la historia cotidiana de la ciudad en que viven. Hablar de un café, de un bar, de una confitería, es hablar un poco de nuestra esencia ciudadana y de nuestro patrimonio. Los cafés están en nuestra memoria colectiva y forman parte del paisaje urbano.»

Arq. Horacio Spinetto (miembro de la Comisión de Cafés Notables de la Ciudad de Buenos Aires)

 

Ver nota completa diario Clarín: http://arq.clarin.com/arquitectura/salvar-Richmond_0_994700996.html

 

Bar El Colonial

plano_garayEl Bar El Colonial abrió sus puertas como almacén-bar hace más de ochenta años en la esquina de la Av. Belgrano y Perú. La esquina forma parte del ejido original trazado por Juan de Garay en la segunda y definitiva Fundación de Buenos Aires. Es decir, la Historia le pasó por delante. En la década del ’50 la polémica «Ley de Agio» obligó al cierre temporario. Años después reabrió como Bar. En la actualidad, desde hace 10 años, El Colonial está en manos de los hermanos Julieta y Alejandro Vázquez quienes se han propuesto rescatar el valor histórico y patrimonial que la esquina tiene para aportarle a la ciudad.

otto wolfHacia 1782, en la vereda de enfrente, donde está el emblemático edificio de Otto Wolf, supo estar la casa del Virrey Del Pino (mandato 1801-1804). A su muerte, y por muchos años, siguió viviendo su viuda dándole a la casa el popular nombre de «Casa de la Virreina Vieja». Posteriormente, en el solar funcionó el primer banco Monte Pío de Buenos Aires que fue precursor del actual Banco Ciudad. Contiguo al Bar, sobre la Avenida Belgrano, se encuentra la Iglesia Prebisteriana San Andrés (1896). Su vecino por la calle Perú es la Vidriera de la Dirección de Enseñanza Artística (GCBA).

Entre los parroquianos famosos que frecuentaron El Colonial se encuentran: Jacobo Timerman (tenía la redacción de la Revista Primera Plana en el edificio Otto Wolf), Ramiro de Casasbellas y Tomás Eloy Martínez (redactores de Primera Plana), Jorge Luis Borges (en su paso hacia su trabajo en la Biblioteca Nacional de la calle México), el ex-Canciller Dante Caputo y otros correligionarios del vecino Comité de la UCR. Página/12 funcionó a media cuadra durante más de 10 años y sus periodistas lo visitaban a diario. La puesta estética responde al inconsciente colectivo. Amplios ventanales para ver pasar la vida, mesas y sillas adecuadas al entorno, barra con banquetas, ventanas guillotina, piso granítico, banderines del Club Deportivo Español y de Independiente de Avellaneda. O sea, que no hace falta explicar el origen de sus dueños. Sigue leyendo

El coleccionista de cafés

Se lamentaba el cronista, en el callejeo del mes pasado, de la desaparición de tantos cafés de Buenos Aires. La cosa había empezado a raíz de la consulta de un amigo en cuanto a la posibilidad de probar “documentalmente” ciertos aspectos de la historia popular, como la concurrencia de tal o cual personalidad a alguno de esos locales más allá de la tradición oral… Y el cronista pensaba en voz alta que con la piqueta, el cambio de firma o de ramo, seguramente se perdieron muchos testimonios que no fueron apreciados en su valor por los demoledores o los nuevos dueños y terminaron en la basura: fotografías, dedicatorias, los propios libros comerciales de los cafés con orquesta, donde deberían haber constado los pagos a los músicos… En muchos casos se trató de una doble pérdida, ya que a los personajes y hechos que en ellos habían sido (lo que se llama patrimonio inmaterial o intangible) se añadían valores materiales. El viejo Café de los Angelitos era prácticamente un galpón, cuatro paredes con un techo de chapas, como lo han sido tantos, pero la confitería Richmond, centro de peñas literarias de la década de 1920 y del grupo de Florida, sumaba su arquitectura, su decoración, su mobiliario, todo lo que constituía su “espíritu”. Lo mismo podríamos decir de las confiterías del Águila, del Molino o de la París de Libertad y Marcelo T. de Alvear, para hablar de las más “paquetas”. confiteria paris 1906Un progreso mal entendido, intereses inmobiliarios o comerciales o simplemente eso que se llama “la moda” los fueron arrasando, o modificándolos hasta hacerlos irreconocibles. El cronista frecuentó durante años el bar Gardel de Independencia y Entre Ríos, viejo reducto de puesteros del Mercado San Cristóbal convertido en uno de esos cafés hechos en serie, con los mismos dorados, revestimientos y helechos, amén de una figura en cartapesta del Mudo que dan ganas de salir corriendo, y no puede menos de evocar el tango del “Cacho” Oscar Valles cuando decía: “y hasta el bodegón, bronca con razón,/ pues de restaurant lo han disfrazado…” (El Progreso, 1965).

Pero el cronista no se quiere poner “tanguero” porque piensa que al fin y al cabo la gastronómica es una actividad totalmente comercial y qué se puede esperar en cuanto a la preservación de los valores históricos y culturales que puede llevar aneja cuando en esta bendita ciudad se han demolido teatros de la noche a la mañana… Así que prefiere dedicarse al hobby que comparte con destacadas personalidades como Adolfo Bioy Casares: coleccionar cafés. ¿Que cómo es esto? Pues muy simple, se basa en una impenitente frecuentación de bares, estaños, borracherías, almacenes–bar y otros peringundines a lo largo de la vida. El coleccionista de cafés, a diferencia de tantos otros, no desea la propiedad del objeto coleccionado ni su exclusividad; le basta con poseer su conocimiento o su recuerdo, con visitarlo o haberlo visitado, con poseer su secreto o compartirlo. Si usted escucha a dos parroquianos una conversación más o menos como ésta: “—En Belgrano y Alsina de Avellaneda, al lado del comité radical, había un almacén y bar que se llamaba La Facultad, que hacía unos sánguches de cantimpalo que se la debo. —Ah, sí, el de los gallegos… Tenían un cuartito sobre Belgrano donde guardaban las cajas de bebidas que se convertía en ‘reservado’ para los amigos, y en mesa de juego por las noches—”, pues no lo dude, está en presencia de dos “coleccionistas de cafés”.

etiopia¿Y de dónde y cuándo nos vienen el café y los cafés? Más allá de las leyendas, más o menos coherentes y más o menos poéticas, se sabe que su origen es Etiopía y que, a través de los árabes primero y de los turcos luego, llegó a Europa a principios del siglo XVII, donde comenzó a ser consumido como medicina por las clases altas. Pero pronto se popularizó y a mediados del mismo siglo era vendido en las calles de Italia por los vendedores ambulantes de limonada, chocolate y licores, en 1683 se abrió la primera cafetería en Venecia y en 1686 el siciliano Francesco Procopio Dei Coltelli abrió el Café que aún lleva su nombre afrancesado –Procope– frente a la Comedia Francesa, en el corazón de París; allí la bebida se suavizó, en lugar de hervirlo “a la turca” comenzó a prepararse en infusión y luego se le agregó leche. La costumbre se extendió a Londres y a toda Europa y las cafeterías rivalizaron con las tabernas, con el beneficio de una disminución en el consumo de alcohol y, quizá por primera vez, permitiendo el acceso de mujeres en condiciones de igualdad con los demás parroquianos. cafe-marcos-ilustracion-morenoEstos establecimientos se convirtieron en nuevos ámbitos de sociabilidad, más refinados y propensos a la actividad intelectual de ese Siglo de las Luces, y en sus salones se incubó la Revolución Francesa tanto como la de Mayo fue gestada en el Café de Marco de Bolívar y Alsina (denominaciones actuales), o el Café de la Comedia de Reconquista y Cangallo, donde los jóvenes patriotas alternaban las arengas revolucionarias con las partidas de billar mientras en la Fonda de los Tres Reyes (25 de Mayo entre Rivadavia y Bartolomé Mitre) rumiaban su bronca los realistas.

Pero los actuales cafés de Buenos Aires agregan a esta genealogía otra vertiente que se explica en su proceso de crecimiento de aldea a gran ciudad, una rama más popular que frecuentaban los grupos sociales a medio camino entre lo urbano y lo rural: las pulperías y almacenes. Porque no se crea que las pulperías eran establecimientos propios solamente de campo afuera o de localidades del Interior: las actas del Cabildo y la legislación de época dan cuenta de su existencia desde principios del siglo XVIII, con múltiples advertencias para los propietarios, desde qué géneros podían vender y a qué precios hasta la prohibición ser atendidas por negros o negras o la reglamentación de juegos de naipes o dados. Su condición de punto de reunión popular las convertían en objeto de cuidadosa atención policial, de lo cual dan testimonio los archivos judiciales que constituyen una fuente maravillosa de información para los actuales historiadores que estudian las formas de sociabilidad de las clases subalternas, esas olvidadas por la “gran Historia”, con lo que volvemos al origen de estas notas, en cuanto a si la historia popular puede ser basada en documentos. Y sí, documentos existen, pero gran parte de ellos está basada en la óptica de las clases propietarias; si nos pusiéramos foucaultianos, podríamos decir que esos papeles reflejan la mirada del Poder.

Pero volviendo a lo nuestro, de esas pulperías urbanas descienden los almacenes con despacho de bebidas que fueron acompañando a la ciudad en su crecimiento, desde el antiguo casco fundacional hacia las chacras,  potreros y bañados que fueron convirtiéndose en los modernos barrios porteños hasta llegar al día de hoy, donde prácticamente cada cuadra de Buenos Aires cuenta con un café o bar, algo que maravilla a los turistas y a lo que nosotros, los porteños, no damos la debida importancia porque es nuestro paisaje cotidiano. Pero esa evolución, desde la pulpería hasta el café de esquina… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 128, marzo de 2013:

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/03/n128-marzode-2013-marzoel-otono-y-los.html

Café vs Capuchino según Roberto Arlt

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Roberto Arlt, escritor porteño, hombre de Café

 

«Minga de café. Abstención completa. ¿Y qué le queda a usted? Reducirse al capuchino, al innoble y seductor capuchino, que es una  mezcla, por partes iguales, de leche y café, servida en una tacita de café. La tacita, para que usted se haga la ilusión de que se manda a bodega una ración de achicoria, y para engañar la visión, como los cocainómanos que cuando no tienen con qué doparse, toman por la nariz ácido bórico o magnesia calcinada. El caso es hacerse la ilusión…»

Elogio agridulce del capuchino, Roberto Arlt (Fragmento de Aguafuerte publicada en diario Crítica entre 1928/32)

 

Texto completo y otros textos: http://aguafuertesilustradas2011.blogspot.com.ar/p/textos-seleccionados.html