Al falso Jorge lo conocí al heredar dos sillas bajas, del tipo butacas, de pana marrón. Fue él como podría haber sido cualquier otro de las decenas de tapiceros que existen en Boedo. Pero, éste quedaba dentro de mi circuito diario hacia la boca del subte o rumbo al Margot (mi parroquia preferida).
La tapicería quedaba en la calle Castro Barros casi Constitución y su nombre figuraba elocuentemente grabado en la vidriera: “Tapicería Jorge”.
–¿Jorge?, fue mi pregunta retórica a la persona que atendía. Me respondió asintiendo con una mueca que entendí obvia y que resultó el inicio de una relación que se desarrolló fluida y recurrente. El falso Jorge era casi un vecino, sin embargo nunca lo había visto. Y pronto pasó a convertirse en una persona omnipresente en mis caminatas por el barrio. Además de verlo en la tapicería a diario, donde mis dos sillas del tipo butacas de pana marrón se apilaban junto a otras tantas que certificaban un evidente retraso en los trabajos, comencé a encontrármelo en el subte, comprando en el mercado o sentado a una mesa del Homero Manzi que da a la Avenida San Juan. “Hola Jorge” pasó a convertirse en una frase que repetí hasta el hartazgo. El falso Jorge siempre estrenaba un problema nuevo de salud: exceso de azúcar en la sangre, la presión por el piso o el colesterol por las nubes. El hecho singular de mi tapicero de Castro Barros era que, una vez conocido el diagnóstico, profundizaba el consumo de aquellas cosas que le hacían mal para confirmar el informe inicial y descartar algo peor que le hubiesen ocultado.
Hola Jorge, dije como de costumbre un mediodía que lo crucé a pocas cuadras de la tapicería, en la parrilla “El Turf”. El falso Jorge le entraba sólo a una fuente de mollejas y chinchulines de las que comen tres. Le habían diagnosticado gota y estaba asegurándose que el malestar posterior tuviera relación con el dictamen. Otra vez, yendo hacia el subte, volví a repetir el “Hola Jorge” a través del vidrio del Homero Manzi cuando lo vi en su mesa de siempre atacando seis medialunas de manteca. No había que ser médico para adivinar que un nuevo estudio le habría arrojado colesterol alto o diabetes. La pena es que nunca hubiese sufrido de ciática o reuma como para dedicarle horas extras, más un fuerte dolor de espalda, a los trabajos atrasados. Hola Jorge. Hola Jorge. Hola Jorge, seguía repetiendo cada día y cada tarde que en la tapicería o caminando por Boedo durante meses.
Un buen día estábamos charlando en la vereda mientras me comentaba de un nuevo dolor cuando se detuvo un auto. La conductora bajó la ventanilla y lo llamó: ¡Pedro!. Mi tapicero hipocondríaco se le acercó y mantuvieron un diálogo. Cuando regresó le pregunté sorprendido:
-¿Usted no se llama Jorge?
-No, Jorge era mi hermano. Cuando falleció me quedé con el local.
-¿Pero usted es tapicero?
-No, estoy conociendo el oficio. Siempre vendí artículos de limpieza.
…
Meses meses más tarde, el falso Jorge me entregó el trabajo que hoy se luce en el living de casa. Al tiempo la tapicería cerró y dejé de verlo. Pronto me hice a la idea que, finalmente, el falso Jorge, de tanto insitir, le había ganado la apuesta a su destino y sucumbido frente a sus temores más severos.
Hace un par de sábados, yendo a Misa en el Margot tuve una aparición. Sobre la calle Carlos Calvo al 3800 reconocí al falso Jorge charlando con un cliente en su nuevo local. Seguramente le estaría contando que le dolía algo. O a lo mejor ya aprendió el oficio. A partir de ese día volví a verlo con frecuencia. Ahora para en el Café Osvaldo Pugliese, Carlos Calvo y la Av. Boedo. Ah, y el nuevo local se llama “Tapicería Jorge”.