Andaba el cronista, en su último callejeo, rememorando la transformación de las antiguas pulperías urbanas y suburbanas en el “almacén y despacho de bebidas” que por muchos años fue el arquetipo de nuestros cafés de barrio: centro de sociabilidad masculina donde las copas alternaban con el juego más o menos clandestino mientras el cantor o el caudillo político locales desplegaban sus buenas o malas artes. Los hubo en el “Centro” de la aún pequeña Buenos Aires del siglo XIX y fueron acompañando su crecimiento hacia las extensas zonas de quintas que después de 1880 comenzaron a lotearse y dieron nacimiento a los barrios porteños. Pero conviviendo con estos establecimientos si se quiere “populares”, también existieron otros negocios con más pretensiones, destinados a un público de mayor poder adquisitivo. El cronista ya ha mencionado, en su callejeo de marzo, aquellos que presenciaron la Revolución de Mayo como el Café de Marco, el De la Comedia, o la Fonda de los Tres Reyes, a los que se fueron sumando a lo largo de los años otros de variada categoría como el Café de Monserrat en la calle Buen Orden 152 (actual Bernardo de Irigoyen 292), que perduró hasta fin de siglo; o el llamado De las Cuatro Naciones de Perú y Alsina, fundado por José Badaracco allá por 1836 y que desapareció al demolerse el antiguo Mercado del Centro que abarcaba la manzana de Alsina, Perú, Moreno y Chacabuco.
Pero fue tras la caída de Rosas, con los consecuentes cambios políticos y sociales, cuando comenzó el establecimiento de locales con mayor influencia europea, seguramente por ser fundamentalmente inmigrantes sus propietarios, y tan sólo en la década de 1850 surgieron cuatro comercios de primer nivel que compitieron por el favor de la sociedad porteña. Según el historiador Ricardo Llanes el primero habría sido la Confitería del Águila, fundada por el ligur Vicente Costa el 1º de enero de 1852 en Florida 102 (actual 178–180) esquina Perón. Al fallecer Costa dejó como sucesor a uno de sus empleados, Jerónimo Canale, quien construyó un edificio de tal lujo que al visitar Buenos Aires el presidente brasileño Campos Salles, en 1900, la recepción oficial se realizó en sus salones. Con los años Canale traspasó la propiedad a sus hermanos Ángel y Agustín, que a su vez lo hicieron con su hermano menor, Santiago, quien a principios del siglo XX protagonizó la mudanza de la confitería a Callao y Santa Fe.
Hacia 1857 –algunos autores sostienen que unos años antes– Pascual Roverano fundaba, en la vereda de la iglesia San Miguel sobre la calle Suipacha, la Confitería del Gas que pronto trasladó a la esquina noroeste de la anterior y Rivadavia. Según Juan José Cresto, historiador del barrio de San Nicolás, el nombre se debió “a un adorno de dos faroles, con picos de gas, en la puerta de entrada”, y el cronista se imagina la sensación de progreso que deben haber causado en aquella Buenos Aires que en su mayor parte aún se iluminaba con faroles de aceite. Lo cierto es que éste fue el primer barrio alumbrado a gas dado que en 1855 se había establecido la Compañía de Gas de Buenos Aires, construyendo un gasógeno en Retiro y comenzando el servicio en enero de 1856. La Confitería del Gas se convirtió en una de las más selectas, rivalizando con la del Molino a la hora del té con masas suizas, pero no escapó de la piqueta que tanto se ha ensañado con el patrimonio de nuestra ciudad. El cronista entiende que cerró sus puertas en la década de 1940.
Otro fue el destino del Café Tortoni, el más antiguo con que cuenta Buenos Aires. Fundado por monsieur Touan en 1858 en la esquina de Rivadavia y Esmeralda, en la década de 1880 se mudó a Rivadavia 826. Al abrirse la Avenida de Mayo y acortarse el lote se encontró –como sucedió con el primitivo Pasaje Roverano, de los mismos dueños de la Confitería del Gas– con que sus fondos daban a la misma por lo que su dueño de entonces, Celestino Curutchet, le encomendó una fachada al arquitecto Alejandro Christophersen, inaugurada en 1894. Fue su sucesor, Pedro Curutchet, quien invitó a Quinquela Martín a instalar en su bodega la Peña que había fundado en 1926 en La Cosechera, café de Avenida de Mayo y Perú, peña que perduraría hasta 1947 y haría historia en la cultura porteña.
Por su parte, el bar La Helvética fue fundado allá en 1860 en Corrientes 502, por los señores Poirier y Morini. La cercanía del diario La Nación, a unos pocos metros por San Martín, convirtió a este establecimiento en una sucursal de la redacción, y en muchas oportunidades era posible ver al propio general Mitre acercarse, en las tardes, a tomarse un guindado mientras fumaba uno de sus célebres –por lo pestilentes– “charutos”. Mucho más que un guindado solía tomar Rubén Darío cuando reinaba sobre estas mesas, durante su estadía en Buenos Aires desde 1893 a 1898. A su alrededor, mucho antes de que se concentrara en el café de “Los Inmortales”, pululaba la vida literaria e intelectual del Buenos Aires de fin de siglo y era posible encontrarse con Roberto J. Payró, Emilio Becher, Bartolito Mitre, José de Maturana, Joaquín de Vedia, Charles de Soussens, José Ingenieros y tantos otros. La Helvética perduró por casi un siglo pero no cayó víctima de la piqueta, sino… de varios cañonazos. En la década de 1950 se había instalado en su piso superior la Alianza Libertadora Nacionalista que lideraron Juan Queraltó y más tarde el inclasificable Guillermo Patricio Kelly. Al producirse la llamada “revolución libertadora” (el cronista se niega a escribirlo con mayúsculas) en septiembre de 1955, el Ejército intimó a la Alianza a desalojar el edificio y, ante su negativa, en la noche del 18 de septiembre un tanque apostado en la esquina de enfrente cañoneó el edificio, que quedó semidestruido. El viejo y glorioso bar quedó varios años inutilizado y sus dueños imposibilitados de ingresar al local hasta que finalmente el conjunto fue demolido.
Otro de los establecimientos preferidos por la sociedad porteña de fines del siglo XIX fue el café y restaurante La Sonámbula, en la esquina sureste de Hipólito Yrigoyen y Defensa. Allí había construido la compañía de seguros La Previsora un edificio para sus oficinas al que, por razones económicas, destinó en parte para el Hotel de Londres. El edificio, diseñado por el arquitecto Pedro Coni en estilo academicista, tenía una importante cúpula en símil piedra que coronaba un grupo alegórico, creación de Luis Trinchero, y los coloridos toldos de los niveles bajos le conferían una atractiva vista a la esquina. El cronista no sabe de cierto de qué nacionalidad era el dueño o los dueños, pero todo le hace suponer un origen itálico porque si bien el hotel era “de Londres”, el curioso nombre de La sonámbula sólo lo remite a la famosa ópera de Vincenzo Bellini… y no nos olvidemos que Plaza de Mayo por medio se encontraba todavía el viejo Teatro de Colón. Al hotel y a la confitería se los llevó puestos el “progreso” en la década de 1940, cuando el estado nacional expropió o adquirió todos los lotes de la manzana –salvo el del antiguo Congreso Nacional de Yrigoyen y Balcarce– para construir el Banco Hipotecario. Quedó como recuerdo un tango de Pascual Cardarópoli, titulado precisamente La sonámbula, que Pacho Maglio grabó en el sello Columbia allá por 1912 o 1913, en solo de bandoneón. Pero la relación del naciente tango con los cafés de Buenos Aires… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 131, junio de 2013
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