El grupo se disolvió una vez que el Banco Ciudad reemplazó los viejos cajeros automáticos por nuevos. Hasta entonces todos los días hacían la misma cola. Los descubrí por casualidad. Yendo a operar los cajeros de la sucursal de Av. Boedo 874. Frente al Margot, mi parroquia preferida. Las terminales siempre fueron tres y la cola una sola. La dinámica simple: al liberarse cualquier de las máquinas le correspondía el turno al primero de la fila. Dos de los tres cajeros parecían operar con mayor fluidez, pero otro, el tercero retenía a los clientes por inexplicables minutos. Los usuarios que caían atrapados en esta tercera unidad rezongaban, negaban con la cabeza, maldecían y al cabo de un buen rato dejaban pasar su turno y volvían resignados a ponerse al final de la cola y así dar inicio a un nuevo circuito. La chica que me precedía fue quien me alertó. “¿Funciona ese cajero?”. El reflejo del sol no me dejaba ver con nitidez. Me acerqué con cuidado de no importunar al cliente que estaba tecleando con sus dedos índices cargados bronca para percibir con extrañeza que la pantalla estaba a oscuras. Tal cual, no funcionaba. La cola seguía avanzando. La gente advertida cuando se liberaba la unidad que no funcionaba no perdía tiempo intentando lo imposible. En ese momento surgían de la cola personajes que haciendo un gesto de permiso al primero de la cola pedían autorización para ir a malgastar su vida en una máquina rota. Esto que cuento no lo comprobé inmediatamente. Fue una sospecha. Observé que un grupo manejaba códigos propios y que se cedían el turno para pasar a no operar. La sensación que tuve colmó mi curiosidad y por dos o tres días fui hasta el Banco a utilizar sin necesidad alguna los cajeros automáticos para certificar el hecho. Y ahí estaban. Los mismos. Esperando su turno para perder el tiempo frente a una pantalla oscura mientras hacían catarsis de sus propias vidas. Como si fueran confesionarios del sistema capitalista. La escena me hizo recordar la perfomance del artista eslovaco Roman Ondák que se exhibió en 2002 en la Tate Gallery de Londres. Era una fila de actores que creaban una cola artificial y que reproducían con sus posturas y actitud la espera de algo. Incluso el público podía “sumarse” a la cola y compartir un rato perdido con esta gente.
En Boedo la gente extraña abunda. Y en sus cafés se mimetizan con el resto de los mortales. El Margot dispone de un repertorio (algunos ya los he contado) que lo enriquece. Incluidos muchos de estos coleros que se cruzaban la avenida para pasar a los baños del café. O pedían permiso para sentarse por unos pocos minutos a las mesas aduciendo que los cajeros automáticos estaban fuera de servicio y que personal del banco les habían asegurado volverían a funcionar en breve. Los hacedores de una cola inútil pronto se convirtieron en mis compañías cotidianas.
Un buen día todo cambió. La sucursal del Ciudad entró en una renovación (quiero creer que estaría programada y que la misma no obedeció a una decisión de la entidad para terminar con la insólita práctica de un grupo de personas que se reunían a diario para ocupar sus mañanas mientras le echaban la culpa del tiempo perdido a una máquina que de antemano sabían que no funcionaba) y de tres terminales quedaron sólo dos. Flamantes. Y funcionando. El grupo se disolvió en el acto. Todavía hoy, algunas mañanas, desolados y sin rumbo, suelen juntarse en la puerta del banco buscando una explicación a su infortunio. Uno de ellos suele volver por las noches y recorre las mesas del Margot y de los cafés vecinos. Es vendedor ambulante. Fácil de reconocer. Va con su valijita repleta de frascos caseros. Vende perfumes… de yuyos y de alfalfa…