Bar El Progreso

En la esquina de la Avenida Montes de Oca y California sobrevive abierto el Bar El Progreso, último exponente de lo que fue una arteria con bares y cafés que no pertenecían (como hoy) a franquicias desterritorializadas. La antigua calle larga de Barracas fue pródiga en boliches que expresaban con orgullo su carácter local y que empleaban un lenguaje propio y afín al barrio.  Montes de Oca (MdO), desde su nacimiento en el cruce con Caseros hasta el Riachuelo, cobijó (aunque fueron muchos más) a: “El sol”, MdO e Ituzaingó; el café y pulpería “La luna”, haciendo esquina con Uspallata, lugar de payadores; “El pensamiento”, en la esquina noroeste con Brandsen (cerrado hace unos pocos años); la pulpería, -luego bar, finalmente pizzería café- “La banderita”, famosa posta de carretas y almacén con despacho de bebidas que funcionó desde la época de Juan Manuel de Rosas hasta 1983 en el mítico cruce con Suárez (esquina noroeste); “El león”, MdO y Australia (hoy Quinquela Martín), esquina noroeste, tocaba Agustín Bardi a principio del siglo XX; el café “Una noche de garufa”, MdO 1675/81, regenteado por Eduardo Arolas junto con Luis Bettinelli hacia 1912, se dice que el espacio lo amoblaron con el descarte del Cabaret Armenonville; el T.V.O., MdO 1786, casi esquina Iriarte, que ocupaba la punta de la quinta donde transcurrió el drama Amalia de José Mármol; y, por último, “Tres esquinas”, viejo baluarte del arrabal,  como escribió Enrique Cadícamo para el tango homónimo, en MdO y Osvaldo Cruz, esquina noreste.

El Bar El Progreso (Café Notable de Buenos Aires, por cierto) ocupa la planta baja de un edificio construido en 1911 (que antes fue la farmacia Villela). Supo tener un salón familiar diferenciado. Hoy es una única planta amplia y luminosa que ha servido como set de filmación para largometrajes y cortos publicitarios de megamarcas. Abrió sus puertas en 1942 con un nombre que representaba el latir cotidiano de una época con sueños de prosperidad. La construcción de la autopista 9 de Julio en su unión con el Puente Pueyrredón le restó de un flujo vehicular que lo ubicaba en un lugar central para convertirlo en un bar de los márgenes. Cosas de otro progreso. Un retroceso.

Foto: @gabynahumada

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La Flor de Barracas

Barracas nació con Buenos Aires. O casi. Porque si bien no entra dentro del ejido diagramado por Garay, lo cierto es que las mejores condiciones climáticas para construir un puerto estaban a la vera del Riachuelo y fue allí donde anclaban las embarcaciones y donde, con el tiempo, se establecieron las construcciones que le terminaron dando nombre al barrio. Otra distinción para los barraquenses. Su nombre no proviene a partir de una parroquia, la veneración a un santo, tampoco de un prócer ni los sueños de prosperidad urbana de un inmigrante adinerado. Barracas es un sustantivo que bien podría conjugarse. Remite a una acción que vive, respira y transpira. La del acopio de la producción del trabajo. En el barrio se encontraban las principales industrias del país: automotrices, alimentarias, textiles, gráficas, ferroviarias, etc. Barracas es, además de su pasado patricio con trágicas historias de amores de novela, fundamentalmente, la historia de una argentina productora de bienes con estándares internacionales.  En ese enclave fabril, rodeada de moles de altísimo patrimonio urbanístico, se encuentra, aún de pie, desde 1906, orgullosa y radiante, La Flor de Barracas.

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La Flor de Barracas, Barracas – Ph: Ana Luz Sanz

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La Flor de Barracas, esquina mistonga – Ph: Ana Luz Sanz

La Flor nació fonda. Y jamás cambió de rubro. Más de 100 años dando de comer a una barriada. Pocos espacios en Buenos Aires mantienen esta inalterable identidad. Tuvo pasado lumpen. Se la conoció como “La Puñalada”, “Tarzán”, “Luna Park”. Resulta innecesario ponerse a explicar el porqué de tantos redundantes motes. A partir de 1965 adquirió su denominación actual. La bajada conceptual de «esquina mistonga» responde a los antecedentes mencionados. Mistonga en lunfardo significa pobretón. En el tango Melodía de arrabal se dice: Hay un fuelle que rezonga en la cortada mistonga. Sigue leyendo

Cafés de tango en la Avenida de Mayo

mayaveEl cronista callejero viene haciendo una ronda por los cafés de tango de Buenos Aires y, tras recorrer Palermo y Balvanera, se dirige ahora al Centro, a esa calle Corrientes que nunca dor­mía y fue la ceca y la meca de la vida cultural porteña, pero antes prometió darse una vueltita por la Avenida de Mayo. El cronista ya ha comentado, en una serie de artículos publicados en 2010, que en las primeras décadas del siglo la Avenida era un centro de la vida teatral y social, con pre­dominio -es claro- de las expresiones de origen español: ahí estaban, en unas pocas cuadras, por la propia avenida o por Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), el Teatro Victoria, el Alcázar, el Onrubia, el Teatro de Mayo y el “de la Avenida” -que inauguraron en 1908 María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza-, el Moderno y el Goldoni, que como Teatro Liceo es la más antigua sala teatral de la ciudad. A la salida de las funciones, restaurantes y cafés permitían cerrar amablemente la velada y, en algunos de ellos, se podían escuchar buenos tangos.

Como el cronista se bajó del tramway en la Plaza de Mayo, tuvo que desandar unas cua­dras para llegar al primero de su recorrida, el Café Gaulois, en el 899 de la Avenida y en el que a fines de la década de 1910 tocaba la orquesta de Ricardo Luis Brignolo, recordado por Chiqué. Se­gún refieren los hermanos Héctor y Luis Bates en su clásica Historia del tango, por allí se acercó un jovencito que había dado sus primeros pasos con Eduardo Arolas y andaba buscando trabajo pues el padre, un tano severo que había sido director del conservatorio de la Scala de Milán, lo había echado de la casa al saber que andaba tocando tangos. El pibe se llamaba Julio De Caro y, en vista de sus condiciones, fue aceptado por Brignolo que no se equivocó, pues al poco tiempo estrenaba en dicho café Mala junta, joya primigenia del violinista. Unos años después, el café fue adquirido por un señor Carlos Marinoni que le cambió el nombre, pasando a ser Bar Central.

decaroA sólo una cuadra, al llegar al 999 en el cruce con Bernardo de Irigoyen, se alzaba otro café por el que anduvo -¡cuándo no!- Juan Pacho Maglio ganándose los garbanzos, el Gran Café Colón. Según cuentan, su dueño era un catalán anarquista y, seguramente por afinidad ideológi­ca, era frecuentado por los integrantes de la redacción de La Protesta, el legendario periódico ácra­ta. Según refiere Jorge Bossio -a quien tantas veces ha citado el cronista como a una especie de Virgilio particular en esto de recorrer cafés- en una oportunidad la caja del periódico se quedó sin una rupia y, para arrimar los fondos necesarios, los mozos del establecimiento realizaron una colecta que permitió continuar con la publicación… ¡Esos eran mozos, caramba! La cuestión es que la gran importancia que tiene este café para la historia del tango es que en su sala se produjo el debut del sexteto de Julio De Caro, aquel pibe que mencionábamos y que con esta formación decretaba el comienzo de la Guardia Nueva.

galeria guemesPero paremos un poco el carro, que vamos en pendiente, y repasemos cómo fue esta histo­ria. Después de tocar con Brignolo, De Caro participó en las formaciones del bandoneonista José María Rizzuti, Osvaldo Fresedo, Enrique Delfino y Minotto Di Cicco, hasta ingresar en el sexteto que dirigía Juan Carlos Cobián, que formaba con Luis Petrucelli y Pedro Maffia en bandoneones, Agesilao Ferrazzano y De Caro en violines, Humberto Constanzo en contrabajo y el propio Cobián en el piano. Esta agrupación tuvo un enorme éxito en 1923 en el aristocrático club Abdullah, en el subsuelo de la Galería Güemes, que hoy es el Centro Piazzolla Tango, y los muchachos se conocían bastante porque se habían cruzado en diferentes formaciones que encabezaban uno u otro. Pero un buen día Cobián decidió marcharse a los Estados Unidos y la barra quedó en banda, por lo que el joven De Caro, de sólo 24 años, decidió ponerse el grupo al hombro y organizó el nuevo sexteto, en el que su hermano Emilio reemplazó a Ferrazzano, Leopoldo Thompson a Constanzo y, para dejar todo en familia, su otro hermano Francisco a Cobián. Parece que entraron con un sueldo de 35 pesos mensuales, que no era mucho, pero al poco tiempo la casa Víctor los contrató para grabaciones y empezaron a echar buena; en el primer disco de pasta registraron Todo corazón y Pobre Margot, ambos del director del grupo. El sexteto sufrió otros cambios, hasta su extinción en 1934, ingresando en distintos momentos los bandoneonistas Pedro Laurenz y Armando Blasco, los contrabajistas Enrique Krauss y Vicente Sciarreta y la particularidad de que, para las grabaciones, Emilio De Caro fue reemplazado por Manlio Francia.

Siguiendo con nuestro callejeo, encontramos el café Centenario que, hacia 1910, era un elegante punto de reunión donde las familias -especialmente españolas- concurrían a tomar el té, mientras un joven engominado con raya al medio ejecutaba al piano piezas de música clásica, valses, czardas y otros perendengues que daban un aire distinguido al establecimiento ubicado frente al solar donde luego se erigió el Barolo. Pero resulta que el émulo de Chopin no era otro que Roberto Firpo, que un día tuvo la idea de proponerle al dueño incorporar un bandoneón como acompañamiento; el músico de marras era un muchacho que, para parar la olla, trabajaba en la Fundición Vasena pero se había hecho tiempo para estudiar con Alfredo Bevilacqua, se llamaba Juan Bautista Deambroggio y lo llamaban Bachicha. Según refirió años más tarde a Francisco García Jiménez el propio Firpo, el problema fue que, atraídos por la música, empezaron a frecuentar el local otros muchachos de malos modales que pedían los tangos a gritos, llamaban a los mozos con apodos indecorosos como Taka Taka –mote que le endilgaron a un mozo japonés- y otras inconveniencias, por lo que las severas familias empezaron a ralear y el patrón les sugirió que se fueran con la música a otra parte. Bachicha metió el bandoneón en la jaula y Firpo agarró las partituras, porque lógicamente el piano no se lo podía llevar, y rumbearon a la otra cuadra, al café La castellana que abría sus puertas en el 1141 de la Avenida y se extendía hasta Lima. Y mire usted, querido lector, luego actuaron -los dos solitos- nada menos que en el Armenonville y el Palais de Glace, o sea que también echaron buena… Firpo siguió su rutilante carrera y Bachicha se fue a París, donde junto a Manuel Pizarro, Genaro Espósito y Eduardo Bianco representó al tangó hasta su muerte en 1963.

Después de este pequeño rodeo, el cronista debe ahora cumplir con su palabra y dirigirse a la calle Corrientes, donde lo espera la más increíble concentración de cafés de tango que haya tenido Buenos Aires. Pero ese… será otro callejeo.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 142, mayo de 2014

 

Café La Paloma

pza--italiaa-portonesAndaba el mes pasado, el cronista callejero, recorriendo los antiguos cafés de tango del barrio de Palermo y, sobre el cierre, rumbeaba para el lado de la Estación Palermo, que siempre hemos conocido como “Pacífico” como contracción de “Ferrocarril al Pacífico”, nombre original de la línea San Martín. El arroyo Maldonado, por entonces a cielo abierto, había sido límite de la Capital y, en las primeras décadas del siglo XX, era aproximadamente el de dicho barrio. Hacia el norte, para el lado de Belgrano, todavía existían algunas quintas y, entre la actual Luis María Campos y el bajo del río, se extendía el barrio de “Las Cañitas”, de dudosa reputación; hacia el sur, los Portones de Palermo y las atracciones populares del Zoológico y el Botánico; casi frente a la Estación, los cuarteles del Ejército completaban el paisaje de la zona. Y como en todo cruce de caminos, o lugar donde hubiera cuarteles, mataderos, fábricas o cualquier otro punto de concentración masculina, cafés y peringundines varios donde satisfacer necesidades tanto del alma como del cuerpo. No tenemos mucho registro de esos establecimientos, por razones obvias en el caso de los menos sanctos, pero algunos han quedado en la memoria como el café El Pino, en la bifurcación de Luis María Campos y Santa Fe, citado por Jorge Bossio en su obra que tanto hemos citado (Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia), donde habría incursionado Juan “Pacho” Maglio en los primeros años del siglo.

Eduardo Moreno, poeta y periodista que ya hemos evocado en su condición de palermitano y autor de los versos de Recuerdo, concedió en 1993 un reportaje a Néstor Pinsón en el que daba algunos datos sobre el tema:

Soy de Palermo, viví de pibe en Santa Fe al 4900. No tenía más de 11 años cuando me tomé la costumbre de saltar la pared de mi casa que daba a la calle y cruzarme al café ‘Agua Sucia’, que estaba enfrente. En realidad no tenía nombre, pero lo llamaban así porque para llegar había que transitar un trecho entre Santa Fe y Cañitas (hoy Avenida Luis María Campos) que era un extenso barrizal. Estaba muy bien instalado y por aquel tiempo se presentaba el cuarteto de Juan Pedro Castillo que recién comenzaba. Yo me quedaba mirando y me llamaba la atención que se anotara en una pizarrita el título del tema a ejecutar. Ya de pantalones largos frecuenté el café ‘La Paloma’ que estaba en Santa Fe y el arroyo Maldonado (…) Por allí desfilaron los conjuntos de Bardi, de Vicente Greco, por poco tiempo, Roberto Firpo… también Maglio, claro.”

Es muy probable que el citado café “Agua Sucia” no sea otro que el que Bossio cita como “El Pino”, pero más nos interesa en este testimonio la aparición de Juan Pedro Castillo, un violinista, mandolinista y compositor poco recordado que, sin embargo, actuó en numerosas orquestas, en la mayoría de los cafés y cabarets de la época de oro del tango y, dato sensible para los que habitamos los barrios del sur, en el Teatro Boedo y en el Café de Benigno. Nacido en 1899, fue autodidacta aunque tomó lecciones con David “Tito” Roccatagliata (el de Elegante papirusa), otro personaje clave de nuestra historia, y en 1920 debió hacer el servicio militar precisamente en Palermo, donde tuvo por compañero a un muchacho algo mayor, nacido en 1896, llamado Juan Carlos Cobián. Parece que éste, que no era muy afecto a formalidades ni disciplinas, decidió por su cuenta no presentarse a la milicia cuando correspondía, en 1916, por lo que al aparecer tan campante en 1920 fue considerado desertor y recargado en el servicio. Dice también la historia, o la leyenda, que su rebeldía lo llevó a pasar la mayor del tiempo arrestado, circunstancia en la que habría compuesto A pan y agua y que Castillo, que hacía changas con su violín en los cafés de la zona, lo habría estrenado con su cuarteto en el café La Paloma de Santa Fe 4702-30. Por entonces, La Paloma ya tenía larga fama como lugar de tango; por el Centenario, “Pacho” Maglio reinaba en su palco con un cuarteto que completaban José “Pepino” Bonano en violín, Carlos “Hernani” Macchi en flauta y Luis Suárez al piano, ganando la increíble suma de tres pesos por noche. Dos anécdotas referidas por Jorge Bossio nos pintan el ambiente del lugar: Pacho se quejó en reiteradas oportunidades por las ratas que circulaban a sus anchas por todo el local, seguramente debido a que el café se encontraba prácticamente sobre el lecho del arroyo, y el comisario e historiador Francisco L. Romay, que por entonces era jefe de la seccional, debió ingresar más de una vez a caballo para sosegar a los parroquianos.

a-pan-y-agua-tango-1-s200Lo cierto es que A pan y agua no tuvo gran repercusión en sus principios, y recibió una letra del joven Enrique Cadícamo que más valdría olvidar, pero que la honestidad del cronista lo lleva a consignar; es la vieja historia del pobre tipo al que la mujer engaña, mata al rival y desde la prisión se lamenta: “Ya no creo en el amor…/ Ya no creo en la mujer…/ Todas ellas son hermanas/ del engaño y del fugaz placer./ Ya no tengo la ilusión/ de salir en libertad,/ a pan y agua con mis penas/ mi dolor me acompañará”. En la segunda estrofa, como es de rigor, le echa en cara a la mujer su mala acción: “Madre del pebete nuestro, ¿cuál fue la razón cobarde/ para que en aquella tarde/ enlodaras nuestro hogar?” Ahora bien, parece que la percanta se arrepintió de la fulería y lo iba a visitar al presidio, pero un día que “como siempre esperaba su visita cariñosa”, “llegó el pibe a visitarme/ con sus ojitos más tristes,/ y al besarlo dijo: ¿Viste…?/ Mamita se fue otra vez.” Un horror publicado por Ricordi, en fin, qué quiere que le diga.

Allá por 1940 a Cadícamo se le ocurrió, como ya hemos comentado, ponerle letra a viejos tangos que no la tenían o reemplazar las de otros, propios o ajenos. Por ejemplo, tomó De flor en flor, compuesto en 1924 por Eduardo Bonessi con letra de Domingo Gallicchio (recordamos las grabaciones de Gardel y de Alberto Marino) y lo convirtió en Desvelo, aquel gran éxito de Alberto Morán. Y, quizá renegando de sus espantosos ripios juveniles, escribió nuevos versos para A pan y agua, que ahora sí fue un suceso en la voz de Ángel Vargas y llevó a la leyenda al café que nos ocupa: “Café La Paloma:/ por tu veredón en las noches brumosas/ se pasean las sombras de Tito,/ Arolas y Bardi./ Desde el pasado remoto, desde el recuerdo,/ llegan las notas del pintoresco trío/ de aquellos bohemios del tango…”. Y aquellos “bohemios del tango” son, precisamente, el trío que Eduardo Arolas formara hacia 1912 con el “chino” Bardi al piano y Tito Roccatagliata en el violín y que luego transformó en cuarteto, permaneciendo Tito al violín e incorporándose el flautista José Gregorio Astudillo y Emilio Fernández en la guitarra de nueve cuerdas.

Al cronista le gustaría, alguna vez, hacer una nota sobre la desdichada vida de Roccatagliata, para muchos el primer violín magistral del tango, que falleció muy joven malogrado por el alcohol y la droga. Pero tiene que seguir escribiendo sobre cafés y, tras consignar que La Paloma terminó, como tantos, transformado en pizzería y en la actualidad, si la memoria no le falla, en colchonería, allá se va rumbo al Centro, previo paso por el Abasto, chiflando bajito A pan y agua.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 140, marzo de 2014

Cafés de Palermo

Andaba el cronista, el mes pasado, recorriendo los cafés de Villa Crespo y sobre el cierre amenazó con rumbear para el lado de Palermo, cuya historia tanguera está íntimamente ligada a la de aquél, seguramente por vecindad. Y si bien no se trata de un café como los que viene glosando, sino de un salón de baile, no podía dejar de pasar por el pasaje Argañaraz, una sola cuadra que corre entre Estado de Israel y Lavalleja, en ese triángulo que completan Córdoba y Scalabrini Ortiz que un agente inmobiliario algo avispado pretendió, no hace mucho, llamar Palermo “Queens”. Se alzaba allí, en tiempos del Centenario, un salón cuyo real nombre ignoramos, pero ha pasado a la historia -o a la leyenda- con el nombre de la calle y al que Roberto Firpo dedicó, en 1913, el tango homónimo. En 1930 se le ocurrió a Enrique Cadícamo ponerle letra -como haría con No, un hermoso tema de Eduardo Arolas que fue rebautizado Café de Barracas– y, a partir de la grabación de Carlos Gardel, pasó a ser conocido como Aquellas farras.

El_bulin_de_la_calle_Ayacucho_tapa_72A unas pocas cuadras, cruzando la entonces Canning, se encontraba el restaurante y café ABC, en el 602 de Rivera, donde Villa Crespo se confunde con Villa Malcolm. El cronista ya ha comentado que una Ordenanza de 1893 había nombrado Triunvirato al tramo de Corrientes que corría entre Río de Janeiro y Federico Lacroze y, en este caso, una disposición de don Torcuato de Alvear de 1882 había designado Rivera al tramo de Córdoba entre Gascón -donde se bifurcaba de Lavalle (hoy Estado de Israel)- y dicha avenida Lacroze. El ABC fue, en la década de 1920, el escenario de algunos de los protagonistas de la renovación que se iba produciendo en el tango y a la que se le ha dado fecha fundacional en 1923, cuando Julio De Caro se hizo cargo de la orquesta de Juan Carlos Cobián, que se había ido a Nueva York -según las malas lenguas- detrás de una señorita. Así, sabemos que entre 1921 y 1922 actuó en su palco el bandoneonista villacrespense José Servidio (quien escribió la letra de El bulín de la calle Ayacucho junto con su hermano Luis), que venía del café La Puñalada de Triunvirato y Gurruchaga, con Bernardo Germino y César Pizzella en los violines y José Tanga al piano.

El reemplazo de Servidio, en el año 1923, fue de lujo: el pianista Roberto Goyheneche (que así se escribía el apellido, bien vascuence), encabezaba un sexteto integrado por Pedro Láurenz y Enrique Pollet en bandoneones, Emilio “el rengo” Marchiano y Juan Marischi en violines y Luis Bernstein (autor de Don Goyo) en el contrabajo. Goyheneche falleció en 1925, con sólo 27 años, pero entre otros notables tangos nos dejó Pompas y Yo te perdono, con letras de Cadícamo, y De mi barrio, con letra propia y popularizado por Rosita Quiroga (“Yo de mi barrio era la piba más bonita…”). En el incesante ir y venir de conjuntos que caracterizaba la época, Servidio reincidió en el ABC en 1924, incorporando a Tito Roccatagliata en el violín, y este mismo año, debutó con sexteto propio Enrique “el francesito” Pollet, que completaba Antonio Romano en el segundo fuelle, Bernardo Germino y Emilio Marchiano en violines, Luis Bernstein en el contrabajo y el jovencito Osvaldo Pugliese detrás del piano. El conjunto tuvo una larga actuación, con algunos cambios, como José de Grandis (autor de las letras de Cotorrita de la suerte y Amurado) por Marchiano, entre otros. Allí habrían estrenado Recuerdo con letra del palermitano Eduardo Moreno, si bien algunos historiadores sostienen que el estreno exclusivamente musical habría sido, poco antes, en el café Mitre de Villa Crespo por el sexteto del bandoneonista Juan Fava. Lo cierto es que Pugliese, que había debutado en 1921, con sólo 15 años, en el café de La Chancha de Rivera y Godoy Cruz, ya se abría camino como destacado intérprete y compositor, si bien sus primeras partituras -aparentemente por razones legales, dada su minoría de edad- aparecían firmadas por su padre Adolfo. También ese notable año 1924 actuó en el ABC Ricardo “la nena” Brignolo (Chiqué), con Ernesto Bianchi como segundo bandoneón, Antonio Arcieri y Marcos Larrosa en violines, Roberto Goyheneche al piano y Carmelo Mutarelli (quien compuso la música de Mano cruel, con letra de Armando Tagini) en el contrabajo.

Siguiendo nuestro recorrido por Palermo, en la esquina de Canning y Costa Rica se alzaba el café El Maratón donde actuaba, en 1912, el trío integrado por Manuel Aróztegui al piano, Paulino Facciona en violín y Manuel Firpo en el bandoneón. Aróztegui, era negro y Oriental, había venido muy niño a Buenos Aires y, según contó a los hermanos Bates, sintió nacer su amor por la música allá por 1905, cuando concurría a escuchar a Juan Pacho Maglio en un café de Thames y Guayanas (hoy Niceto Vega). Lo cierto es que la temporada en El Maratón sólo duró seis meses, pues un batifondo terminado en tiroteo disuadió al dueño de seguir contando con número musical, por lo que Aróztegui se mudó a un café de amable recuerdo para los boedenses: El Capuchino de Carlos Calvo 3621. En este local, que luego se llamaría Cine Los Crisantemos y pizzería El Clarín -cuando fue la segunda sede de la Peña Pacha-Camac- estrenó su tango El apache argentino en 1913, año en el que también compuso El cachafaz, dedicado al bailarín Ovidio José Bianquet, así apodado y que vivía en un conventillo de Independencia y Boedo donde hoy se alza una sucursal del Banco Nación. Mientras Aróztegui actuaba en El Maratón, en el Atenas, de Canning y Santa Fe, hacían roncha nuestros viejos conocidos los hermanos Santa Cruz, el bandoneonista Domingo y el pianista Juan con Carlos Hernani Macchi en flauta y Alcides Palavecino en el violín, quienes venían de tocar en La Morocha de Triunvirato y Carril.

villa crespo 1Antes de enfilar por Santa Fe hacia el Maldonado, el cronista no puede dejar de mencionar otros dos establecimientos: por un lado, más hacia la Recoleta, y pasando la sombra ominosa de la Penitenciaría Nacional, una glorieta que existía en la avenida Las Heras frente a la iglesia de San Agustín, donde actuaron entre 1915 y 1925 los conjuntos de Vicente Greco, Roberto Goyheneche y Juan Carlos Bazán. Según algunos estudiosos, hacia 1924 solía caer por este recreo Pedro Láurenz después de sus actuaciones en Radio Cultura, y en él estrenó su primera composición, La Revancha. Por otro lado y de nuevo hacia el norte, en la intersección de Las Heras y Bulnes, existía allá por 1914 un almacén y bar donde sentó sus reales el palermitano Adolfo Alejandro Pérez, más recordado por su sobrenombre “Pocholo”, actuando con un trío que completaban Enrique Greco en el violín y Elías De Lellis en la guitarra, cobrando dos pesos por cabeza y por noche.

Como lo prometido es deuda, el cronista se dirige ahora hacia el corazón de Palermo, hacia la ribera del Maldonado que ya visitara el mes pasado en sus andanzas por Villa Crespo. Allí, a pocos metros de los “Portones” de Palermo cuyas puertas abrían el camino a las cervecerías y recreos que en la primeras década del siglo XX fueron el centro de la noche porteña, existían otros lugares cuya historia quedó íntimamente entrelazada con el tango, como el Café La Paloma que aún recordamos en la voz de Ángel Vargas. Pero ése… deberá ser otro callejeo.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 139, febrero de 2014

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2014/02/n-139-febrero-2014.html

 

Los cafés de La Boca/2 y algunos de Barracas

arolasEstaba el cronista, en su último callejeo, recordando una noche de 1909 en el Café Royal, de Necochea y Suárez. Allí actuaba con gran éxito un trío integrado por Francisco Canaro, Saúl Castriota y Vicente Loduca que, al finalizar una entrada, se dirigió a la mesa de un joven de atuendo cajetilla que portaba una jaula de bandoneón. Tras varias copas y amena charla, el pibe fue invitado a mostrar sus habilidades y se despachó con un tanguito medio amilongado que pronto sería sensación en Buenos Aires: Una noche de garufa. Como el lector ya habrá adivinado, aunque no sea habitué de esta columna, el bandoneonista de marras era Eduardo Arolas que con sólo diecisiete años comenzaba su ascensión al Olimpo tanguero.

Arolas era más o menos del barrio, ya que había nacido en un hogar proletario de Vieytes 1048, y lo había recorrido ejerciendo su oficio de letrista y dibujante que años después le valdría para ilustrar numerosas partituras como la de Tinta verde, de su amigo Agustín Bardi. Pero, hablando de partituras, en esa primera época era un “orejero” como tantos otros músicos de su generación y Una noche de garufa debió ser transcripta por el propio Canaro y Carlos “Hernani” Macchi; Arolas, que primeramente había tocado la guitarra junto al bandoneonista Ricardo “Muchila” González, recién en 1911 concurrió al conservatorio del maestro José Bombich, director de la banda de la Penitenciaría Nacional, a estudiar teoría, solfeo y armonía durante tres años. Aquella primera composición habría nacido, según Francisco García Jiménez y otros autores, en un café homónimo que se alzaba en Montes de Oca 1681, aunque pasado un siglo sea imposible saber si el establecimiento dio su nombre al tango o, cuando éste se popularizó, ocurrió a la inversa.

avellanedaA escasos cien metros del café mencionado, en el 1786 y casi esquina Iriarte, existía por los mismos años el legendario TVO, en cuyo palco actuaba Agustín Bardi con el bandoneonista Graciano de Leone (el de El pillete y Tierra negra) y el violinista Ernesto “el pibe” Ponzio, local al que también concurría Arolas y donde es posible que haya forjado su relación con Ponzio, con el que en 1911 formaría un trío completado por el guitarrista Leopoldo Thompson que tendría gran éxito en Montevideo. Mientras tanto Arolas despuntó el vicio en La Buseca, un café en la calle Montes de Oca de Avellaneda, acompañado por Eduardo Monelos en violín y Emilio “el gallego” Fernández en guitarra.

Siempre en Barracas y allá por el Centenario, debemos agregar el recuerdo del café El León, donde también actuó Arolas y dejó como sucesor a un fuellero llamado El Quija, cuyo nombre del Registro Civil se ha perdido con los años pero que Enrique Cadícamo rescató en un poema: “En el año doce, tocó en El León/ Un café famoso que había en Montes de Oca/ Casi esquina Australia. Y su bandoneón/ a muchos incrédulos les tapó la boca.” (Poemas del bajo fondo. Viento que lleva y trae. Buenos Aires, Peña Lillo, 1964). Pero otros nombres perduraron, ¡y qué nombres! En El León actuaron entre la primera y segunda década del siglo XX los hermanos Greco, Augusto Berto, Leopoldo Thompson, Domingo Santa Cruz, Juan Maglio “Pacho”, Roberto Firpo, Francisco Canaro, el propio Arolas y el bandoneonista José María Bianchi, conocido por “el Yepi”. Éste último también solía presentarse en La Fratinola, otro café frecuentado por un ambiente poco recomendable ubicado en la esquina de Patricios y Martín García, a pocos metros del domicilio de Ángel Villoldo. Jorge Bossio y otros historiadores de los cafés porteños evocan las formidables trifulcas protagonizadas por los parroquianos, vecinos de los tres barrios bravos que allí confluían: La Boca, Barracas y San Telmo.

LustrabotasYa que andamos por la avenida Patricios, el cronista no puede dejar de mencionar un café sin nombre que se alzaba en el cruce con Olavarría. Según Juan Silbido (Evocación del tango. Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1964), allá por el Centenario actuaba un trío que dirigía Juan de Dios Filiberto, a cuyo padre hemos mencionado por su vinculación con el “bailetín de Tancredi” y otros peringundines boquenses. De ser correcta la versión, en ese momento Filiberto recién había comenzado sus estudios musicales, con 24 o 25 años, en el conservatorio Pezzini-Statessi que luego completaría, gracias a una beca, en el de Alberto Williams. Su infancia había sido difícil en un medio difícil, y a los nueve años tuvo que dejar la escuela por su mala conducta y salir a trabajar; fue aprendiz de varios oficios, estibador y… lustrabotas en la vereda de ese café de Patricios y Olavarría. Anarquista y compadrito con fama de pesado en el barrio, mostró sin embargo desde muy joven su afición a la música, rascando la guitarra e integrando un orfeón llamado Los del Futuro. La Boca, por su composición étnica abrumadoramente italiana, era un barrio filarmónico en el que florecían los coros, orfeones, asociaciones líricas, etc., cada verdulero se sentía un Caruso y cada vendedor callejero de fainá un Tamagno, pero las serenatas de Los del Futuro eran famosas y de gran repercusión -según los viejos memoriosos- no por sus méritos musicales, sino por las bajas que sufrían los gallineros a su paso.

El cronista debe volver ahora sobre sus pasos hacia La Boca, por Olavarría, porque se ha dejado en el tintero otro café que hizo época. Por esta calle, que entonces era la “Florida” barrial, existían dos cines en los números 631 y 635, el Marconi y el Olavarría, y a metros del primero abría sus puertas un establecimiento que también llevaba el nombre del ilustre científico italiano. Allí tocaban, según el recuerdo ya citado de Cadícamo, Ernesto Ponzio y los hermanos Paulos: Roque, Peregrino (ambos violinistas) y Niels Jorge, cuyo nombre fue argentinizado Nelson (pianista). Sin poderlo asegurar, es posible que la remembranza del poeta nos remita a un cuarteto que, precisamente en esos años, formaban Ponzio y Tito Roccatagliata en violines, Manuel Pizarro en bandoneón y Nelson Paulos en el piano. Lo cierto es que casi no ha quedado ningún dato biográfico de estos tres hermanos, salvo que eran de padre español y madre dinamarquesa -lo que explicaría el nombre del pianista- y que Peregrino falleció muy joven en 1921, suponemos que de tuberculosis, tras una larga internación. Éste integró en algún momento un cuarteto dirigido por el bandoneonista Augusto Berto junto a Horacio Gomila en violín y Domingo Fortunato al piano y nos dejó dos tangos, El distinguido ciudadano, rescatado por Carlos Di Sarli en 1946, e Inspiración, llevado por primera vez al disco por Roberto Firpo en 1922 y popularizado en 1931 por Agustín Magaldi en una versión con letra de Luis Rubinstein.

Existieron, es verdad, muchísimos más cafés por Barracas y La Boca, pero el cronista avisó oportunamente -por lo cual no es traidor- que sólo se iba a referir a aquellos en los que se hubiera tocado tango o estuviesen relacionados con la historia del género, por lo cual ya es hora de dirigirse a otros barrios del sur porteño, como Parque Patricios. Pero ese… será otro callejeo.

 

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 136, noviembre de 2013

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/11/n-136-noviembre-de-2013.html

Los cafés y el tango/2

Andaba el cronista callejero, en su vagabundeo de agosto, intentando entrar en un tema tan caro a la porteñidad como lo es el de los cafés de tango. Y para ello debió hacer una pequeña reseña de los locales donde se desarrolló la prehistoria de dicho género musical: locales de baile elegantes y otros no tanto, peringundines varios, los centros de las colectividades inmigrantes que tan importante papel tuvieron en el desarrollo de nuestra sociedad… Hecho el introito es hora de poner las cartas sobre la mesa para no aburrir al sufrido lector, pero el cronista no sabe por cuál barrio empezar para no herir susceptibilidades, así que se ha decidido por un orden más o menos cronológico y ceñirse estrictamente a los cafés y bares que contaron por lo menos con un instrumentista, dejando de lado cabarets y otras yerbas que convertirían su crónica en una enciclopedia en chiquicientos volúmenes.

el chocloSin embargo, al comenzar esta parte de la historia con dos tangos primigenios, exceptuando al ya mentado El entrerriano, no le queda al cronista otro remedio que violar su propia regla al referirse a El choclo: según Francisco García Jiménez –de cuya precisión en afirmaciones y fechas han dudado algunos autores, pero cuya bien cortada y facunda pluma es de referencia ineludible– hacia 1903 Ángel Villoldo actuaba en el café-concierto Variedades de Rivadavia al 1200, donde también lo hacían Pepita Avellaneda y un tirador al blanco apodado Flo, que con los años sería el actor Florencio Parravicini. Un día, después de la función, se habría encontrado en un “estaño” de la cortada Carabelas con José Luis Roncallo –hijo del músico que integraba la firma Rinaldi–Roncallo, fabricante de organitos a manivela–, formado musicalmente con su padre y con Santo Discépolo y que tocaba con su conjunto en el restaurante y hotel Americano, de Cangallo 963. Villoldo le habría interpretado en la guitarra un “tanguito” que hacía ya tiempo había compuesto, y Roncallo decidió estrenarlo, con la salvedad de denominarlo “danza criolla” “para no levantar la perdiz ante el dueño del local y para no alarmar a las distinguidas damas comensales”. Así pues, el 3 de noviembre de 1903 –en el barrio de San Nicolás– habría sido estrenado uno de los tangos más populares de todos los tiempos, aunque otros autores dan 1905 y otras fechas.

La_Morocha_PartituraEl otro tango fundacional al que nos referimos, La Morocha, fue también compuesto y estrenado en San Nicolás: el 25 de diciembre de 1905 Enrique Saborido tocaba el piano en una fiesta en “lo de Ronchetti”, nombre que se daba al Bar Reconquista –sito en Lavalle y la calle epónima, esquina noroeste–  cuando improvisó la melodía. Después habría ido en busca de Villoldo esa madrugada, quien le acopló la pegadiza letra. Según el propio Saborido, en nota de Caras y Caretas, fue estrenado en el mismo bar por Lola Candales mientras algunos dicen que lo estrenó Flora Hortensia Rodríguez, la notable tonadillera esposa del precursor Alfredo Gobbi y madre del inolvidable violinista, compositor y director del mismo nombre. Lo cierto es que, editado por Luis Rivarola en 1906 en su imprenta de la calle Artes (hoy Carlos Pellegrini) 165, alcanzó en su primera edición los 300.000 ejemplares y fue embarcado de polizón en la fragata Sarmiento por los cadetes, recorriendo y siendo conocido en el mundo. En la esquina mencionada, una placa recuerda el nacimiento de La Morocha.

Hecha esta necesaria y justa salvedad, el cronista ya puede salir del Centro hacia los barrios que en esa primera década del siglo XX se constituyeron en verdaderas usinas tangueras, San Cristóbal y La Boca. Con respecto al primero, ya se ha mencionado la presencia del local de María la Vasca Rangolla en Carlos Calvo 2721, a pocos metros de la casa donde nacerían los De Caro, y ahora es menester referirse a la zona de Sarandí y Cochabamba, donde existían varios conventillos que el tiempo se llevó. En uno de ellos, en Sarandí 1356, vivía una familia Greco de evidente inclinación filarmónica ya que el padre, Genaro, tocaba el mandolín mientras que de los ocho hijos cuatro salieron músicos: Domingo guitarrista, Ángel guitarrista y cantor –de quien recordamos Naipe marcado–, Elena pianista y Vicente la guitarra y la concertina. Según relató Julio De Caro en El tango en mis recuerdos, el legendario Sebastián Ramos Mejía escuchó a Vicente ejecutar ese último instrumento cuando tenía catorce años y aconsejó a la familia comprarle un bandoneón, dándole las primeras y quizás últimas clases. La cuestión es que en 1906, tras el entonces obligado periplo por localidades del interior de la Provincia de Buenos Aires, lo encontramos tocando el fuelle en el Salón Sur, un bar ubicado en Pozos y Cochabamba y, antes de 1910, sentaba sus reales en El estribo con su Orquesta Típica Criolla que integraban Lorenzo Labissier en bandoneón, Vicente Pecce en flauta, Agustín Bardi al piano y Juan Abbate y Francisco Canaro en los violines. Y aquí cabe aclarar que en un conventillo de Sarandí 1358, pared por medio con los Greco, vivía una familia Canarozzo en la cual cinco hijos también se dedicarían a la música bajo el apellido Canaro: Francisco, Mario, Rafael, Humberto y Juan.

eduardo arolasEl solar en el que se levantaba El estribo había pertenecido a los Anchorena y luego a los Frers, en Entre Ríos 763/67, al lado de la confitería y panadería Tanoira que a su vez había sido fundada hacia 1860 en la misma avenida pero en el 650. En este histórico café también actuaron Eduardo Arolas (foto), Roberto Firpo, Tito Roccatagliata, Prudencio “el Johnny” Aragón –gran amigo de Vicente Greco y a quien se le atribuye la paternidad de Ojos negros–, ejercieron su difícil arte payadores como José Bettinoti, Ambrosio Ríos, Federico Curlando, Luis García y, hasta después de 1911, amenizó las veladas el dúo Gardel–Razzano, que hacía doblete con el Café del pelado de Entre Ríos y Moreno, esquina sudeste.

Otros cafés de San Cristóbal de larga memoria fue El protegido, de San Juan y Pasco, donde actuó en la década de 1910 Samuel Castriota, el autor de El arroyito y de Lita, que con letra de Pascual Contursi se convirtió en Mi noche triste, y El caburé, de Entre Ríos entre San Juan y Cochabamba (entre el 1274 y el 1280 actuales). el caburéNo sabemos si éste último debió su nombre tan sólo a la inspiración del dueño o si, en cambio, lo tomó del tango que Arturo De Bassi compuso en 1909 con letra de Roberto Lino Cayol y que pronto alcanzó gran popularidad, pero sí se conserva el dato de que allí debutó en 1914 Ricardo “la nena” Brignolo, el autor de Íntimas y de Chiqué, y que entre otros actuaron el bandoneonista Arturo “el alemán” Bernstein y Ricardo González Alfiletegaray, más conocido como “Muchila” y que fuera compañero de Francisco Canaro en sus primeras formaciones que, con muchos de los nombrados, desarrollarían una nueva etapa en la evolución del tango alrededor de la esquina de Suárez y Necochea, en La Boca. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

El Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 134, septiembre de 2013

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