Se te embroca desde lejos, pelandruna abacanada,
que has nacido en la miseria de un convento de arrabal,
porque hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada,
la manera de sentarte, de charlar o estar parada,
o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal.
Ese cuerpo que hoy te marca los compases tentadores
del canyengue de algún tango en los brazos de algún gil,
mientras triunfan tu silueta y tu traje de colores
entre risas y piropos de muchachos seguidores,
entre el humo de los puros y el champán de Armenonvil.
Son macanas: no fue un guapo haragán ni prepotente,
ni un cafishio de averías el que al vicio te largó;
vos rodaste por tu culpa, y no fue inocentemente:
¡berretines de bacana que tenías en la mente
desde el día en que un magnate cajetilla te afiló!
Yo me acuerdo: no tenías casi nada que ponerte;
hoy usás ajuar de seda con rositas rococó…
¡Me revienta tu presencia, pagaría por no verte!
Si hasta el nombre te has cambiado como ha cambiado tu suerte:
ya nos sos mi Margarita… ¡ahora te llaman Margot!
Ahora vas con los otarios a pasarla de bacana
a un lujoso reservado del Petit o del Julien;
y tu vieja, pobre vieja, lava toda la semana
pa’poder parar la olla con pobreza franciscana
en el triste conventillo alumbrado a querosén.
Margot (Celedonio Flores, 1919)