Esta escena la vivo a diario en el Margot de Boedo, pero sospecho que los roles de sus protagonistas pueden ser reproducidos en cualquier Café de la Ciudad. Desde que se impuso la solidaria moda de ofrecer diarios para lectura gratuita, la tenencia de éstos en algunos cafés alcanza miserias humanas insospechadas. En el Margot desde un principio se instaló la figura del “acaparador” de diarios. Señor robusto, por sus años ha de ser jubilado, de gesto adusto. El Acaparador se autoproclamó dueño y señor de la tenencia para consumo propio, y por el tiempo que le venga la gana, de todos los diarios disponibles, que no son menos de tres de tirada nacional más un periódico barrial, ante el silencio cómplice, respetuoso, y porqué no cobarde, otorgado por el resto de los parroquianos de las mañanas en el Café.
El Acaparador llega bien temprano y acumula en su mesa de lectura todos los ejemplares y los va liberando, de a poco, a su debido tiempo, manejando los tiempos, miradas, urgencias y ansiedades del público. Es el protagonista, el actor principal. Y tiene montado su unipersonal.
Pero, fue una mañana que una mujer también mayor, con exceso de pintura en su rostro, se subió al escenario a disputarle protagonismo. No tuvo nada que decir. Ni fue necesario formalizar el enfrentamiento. Tampoco manifestarlo corporal o gestualmente. El juego se planteó sin recurrir al desafío explícito.
A partir de ese día el Acaparador mostró debilidades humanas, le aparecieron tics, tos alérgica, y, más evidente aún, comenzó una lectura nerviosa de los diarios.
Todo fue por la mirada inquisidora de la mujer pintada en exceso que empezó a descargar la electricidad que todas las lamparitas bajo consumo de los ojos de los demás parroquianos juntas no llegamos a empardar. El primer actor, de todos modos, llevaba una ventaja inalcanzable a la nueva actriz protagónica: no pasaba a diario por maquillaje y siguió siendo el primero en llegar.
Hace unas pocas semanas observé que la mujer pintada empezó a traer una bolsita plástica colgando de su brazo. De su interior sacaba diarios viejos que, sin que el Acaparador lo notase, dejaba en otras mesas. El olfato del viejo sabueso cayó en la trampa y, sin darse cuenta, en su patológica voracidad, empezó a consumir noticias viejas.
Una mañana, cerca del mediodía, cumplida su tarea con la contracción y rigidez habitual, el Acaparador salió a la calle con la actitud satisfecha del deber cumplido. Se fue caminando, y empapándose, bajo una lluvia torrencial por la Av. Boedo. El diario viejo que le había traspapelado la mujer pintada en exceso anunciaba un día soleado.
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