Otros cafés de tango

El cronista anduvo todo este año recorriendo barrios en su faceta de coleccionista de cafés y, allá por agosto, afinó la puntería para dedicarse a los cafés de tango, esto es a aquellos establecimientos que supieron tener un palquito, un escenario o tan sólo un rincón donde famosos o anónimos musicantes fueron desarrollando ese género musical. Para seguir el hilo cronológico, debió arrancar desde el viejo San Nicolás de antes del Centenario -tres décadas antes de que Corrientes se convirtiera en “la calle que nunca duerme”, como decía Roberto Gil-, pasando por San Cristóbal, La Boca y Barracas y, llegado a ese punto, decidió seguir su periplo por los barrios del Sur.

corrales-viejos-caseros-y-monteagudo foto parque patricios blogParque Patricios, tanto como Almagro y el actual Boedo, fueron barrios muy frecuentados por los payadores de fines del siglo XIX y principios del XX, dada la existencia en el primero del matadero, aquellos Corrales Viejos que funcionaron entre 1871 y 1901. El cronista ya ha mencionado antiguas pulperías que se fueron convirtiendo en cafés, cediendo el paso el canto de contrapunto al naciente cantor nacional -como José Betinotti- o a los humildes tríos y cuartetos de la primera época y, sin embargo, es muy escaso el registro o la memoria de estos establecimientos que, seguramente, fueron muchos. Entre los recordados está la pulpería de Caseros y Almafuerte, luego Café El Parque, que contó con la presencia de Gabino Ezeyza, José Higinio Cazón, Betinotti y donde alguna que otra vez cantó el joven Carlos Gardel. cafe benignoOtro, que ha pasado a la leyenda a través del emocionado recuerdo de Homero Manzi, era el Café de Benigno, en la calle Rioja 2179 de la actual numeración “(…) desde cuyo palco molía tangos el bandoneón de ‘Arturo La Vieja’, y en cuya pizarra de billar se colocaba el resultado de los partidos de primera cuando no había radio ni sextas ediciones (…)”. En las guías comerciales de la época figura como “Benigno Fernández, Conde y Cía., Bar”, e incluso se lo puede divisar en alguna foto antigua, y Arturo La Vieja no era otro que José Arturo Severino, un fuellero nacido en 1893 en Parque Patricios que se había iniciado en la guitarra, pero al que Sebastián Ramos Mejía empujó a estudiar el bandoneón, falleció joven en 1934 y fue el crédito del barrio.

Unas cuadras hacia el norte, en el cruce de Rioja y Salcedo, con el paredón de Vasena como telón de fondo, existía hacia el Centenario un almacén y bar cuyo nombre no ha perdurado. Allí actuó, entre 1909 y 1916 un cuarteto encabezado por Rafael Iriarte en la guitarra, Pepe Ferro en bandoneón, José Rodríguez en el violín y un tal “Nerón” en… mandolín, según refiere Jorge Bossio en su obra Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia que tantas veces hemos citado. Iriarte, cuyo apodo era “el Rata”, o más suavemente “el Ratita”, ya era conocido por esos barrios, pues su debut profesional fue en un café de San Juan y Mármol en 1907. Nacido en 1890, al fallecer su padre fue enviado a San Luis, pero parece que el campo y sus labores no le sentaron muy bien, pues se volvió apenas pasados tres años, tampoco los trabajos regulares en firmas como Mihanovich o el Expreso Villalonga, prefiriendo tocar la guitarra y salir de serenata… Lo cierto es que en el transcurso de esas correrías, según contó el propio Iriarte a los hermanos Bates (Historia del tango, Fabril Editora, 1936), conoció en el café mencionado al bandoneonista Luis Solari -que algunos consignan como maestro de Genaro Espósito- y al Ciego Míguez, que presumimos violinista, comenzando a actuar como trío. Sin embargo Iriarte, que se ve que era andariego, pronto levantó vuelo junto a Ricardo “la Nena”Brignolo hacia un café ubicado en Rincón y Garay, más tarde en una gira por el interior del país y, en 1916, rumbo a las luces del Centro donde actuó en el café El Quijote de Corrientes 959, donde luego se alzó el primitivo Los 36 billares hoy en trance de desaparición. Rafael Iriarte nos dejó una abundante obra, pero seguramente el lector lo recuerda por Trago amargo, que compuso en 1925 con Julio Navarrine y comienza: “Arrímese al fogón,/ viejita, aquí a mi lado./ Y ensille un cimarrón/ para que dure largo…”, verdadero epítome de la explotación filial.

cachafaz1¿Y por Boedo, cómo andamos? Extraña circunstancia la de este barrio que, en el imaginario popular, es sinónimo de “barrio de tango”. Es cierto que en su perímetro, o en sus aledaños, vivieron numerosas personalidades vinculadas al género, pero en los tiempos heroicos de la formación del mismo es muy escaso su protagonismo. Por ahí andaban Betinotti (Quintino Bocayuva y México) y su maestro Luis García Acosta (Venezuela y Maza); Juan Cianciarulo, primer maestro de violín de Cátulo Castillo, tenía su Conservatorio Bonaerense en Boedo 771, y Antonio Arona -padre de Oscar Arona, el de Malvón, Parque Patricios, El cornetín del tranvía, Bailongo de los domingos, etc.- el propio en San Ignacio 3677; los hermanos Sureda eran del barrio y El Cachafaz vivía en el conventillo de Boedo e Independencia donde hoy se alza el Banco Nación… Pero en la nomenclatura urbana en que según los historiadores se formó el tango, Boedo tiene poca o nula figuración; repetimos, es posible que sea un problema de registro: las expresiones más populares de la cultura no suelen quedar consignadas -y menos en aquellos tiempos- en la historia, y a veces ni siquiera en las letras de molde.

Sin embargo, contamos con un par de referencias -si bien escasas, no por ello menos importantes- de cafés de tango en Boedo. Por un lado, el cine-bar El Capuchino de Carlos Calvo 3621, así llamado porque si bien no se cobraba entrada era obligatoria la consumición de dicha bebida. Según los hermanos Bates allí habría estrenado el moreno Manuel Aróztegui su tango El apache argentino en 1913. Notable destino el de este local, hoy convertido en pelotero para niños: primero mejoró su nivel, convirtiéndose en el cine Los crisantemos, de Juan Spíndola, y luego en la pizzería El clarín, donde se reunían los integrantes de la Peña Pacha Camac para reponer energías después de sus tenidas en los altos del café Biarritz. Se ve que las porciones de muzzarella y fainá acompañadas de vino tinto forjaron una amistad con el dueño, pues cuando debieron desalojar el Biarritz en 1938, los cofrades de la Peña se instalaron en el subsuelo del establecimiento por varios años. Otra referencia incumbe al violinista Rafael Tuegols, gran amigo de Arolas, en cuya vasta obra se destacan La gayola y Príncipe, que integrando un cuarteto también integrado por Antonio “el ruso” Gutman en bandoneón, Roque Ardid en piano y Luis Aulisini en flauta actuó en 1913 en un impreciso café de San Juan y Boedo. En cuál, no lo sabemos, pues en esos tiempos en la esquina sureste se alzaba el almacén de Pérez y Posse, en la noreste el Nuevo Banco Italiano, en la suroeste la farmacia de Santo Chianelli y, en la esquina noroeste, la “sastrería y confecciones” Los dos petizos de Diez y Seoane.

Antes de regresar al origen, al barrio de San Nicolás, donde en la década de 1940 transcurrirá la edad dorada del tango y sus cafés, es necesario sin embargo referirnos a otros dos barrios fundamentales en nuestro recorrido, Villa Crespo y Palermo. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 137, diciembre de 2013

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Los cafés de La Boca/2 y algunos de Barracas

arolasEstaba el cronista, en su último callejeo, recordando una noche de 1909 en el Café Royal, de Necochea y Suárez. Allí actuaba con gran éxito un trío integrado por Francisco Canaro, Saúl Castriota y Vicente Loduca que, al finalizar una entrada, se dirigió a la mesa de un joven de atuendo cajetilla que portaba una jaula de bandoneón. Tras varias copas y amena charla, el pibe fue invitado a mostrar sus habilidades y se despachó con un tanguito medio amilongado que pronto sería sensación en Buenos Aires: Una noche de garufa. Como el lector ya habrá adivinado, aunque no sea habitué de esta columna, el bandoneonista de marras era Eduardo Arolas que con sólo diecisiete años comenzaba su ascensión al Olimpo tanguero.

Arolas era más o menos del barrio, ya que había nacido en un hogar proletario de Vieytes 1048, y lo había recorrido ejerciendo su oficio de letrista y dibujante que años después le valdría para ilustrar numerosas partituras como la de Tinta verde, de su amigo Agustín Bardi. Pero, hablando de partituras, en esa primera época era un “orejero” como tantos otros músicos de su generación y Una noche de garufa debió ser transcripta por el propio Canaro y Carlos “Hernani” Macchi; Arolas, que primeramente había tocado la guitarra junto al bandoneonista Ricardo “Muchila” González, recién en 1911 concurrió al conservatorio del maestro José Bombich, director de la banda de la Penitenciaría Nacional, a estudiar teoría, solfeo y armonía durante tres años. Aquella primera composición habría nacido, según Francisco García Jiménez y otros autores, en un café homónimo que se alzaba en Montes de Oca 1681, aunque pasado un siglo sea imposible saber si el establecimiento dio su nombre al tango o, cuando éste se popularizó, ocurrió a la inversa.

avellanedaA escasos cien metros del café mencionado, en el 1786 y casi esquina Iriarte, existía por los mismos años el legendario TVO, en cuyo palco actuaba Agustín Bardi con el bandoneonista Graciano de Leone (el de El pillete y Tierra negra) y el violinista Ernesto “el pibe” Ponzio, local al que también concurría Arolas y donde es posible que haya forjado su relación con Ponzio, con el que en 1911 formaría un trío completado por el guitarrista Leopoldo Thompson que tendría gran éxito en Montevideo. Mientras tanto Arolas despuntó el vicio en La Buseca, un café en la calle Montes de Oca de Avellaneda, acompañado por Eduardo Monelos en violín y Emilio “el gallego” Fernández en guitarra.

Siempre en Barracas y allá por el Centenario, debemos agregar el recuerdo del café El León, donde también actuó Arolas y dejó como sucesor a un fuellero llamado El Quija, cuyo nombre del Registro Civil se ha perdido con los años pero que Enrique Cadícamo rescató en un poema: “En el año doce, tocó en El León/ Un café famoso que había en Montes de Oca/ Casi esquina Australia. Y su bandoneón/ a muchos incrédulos les tapó la boca.” (Poemas del bajo fondo. Viento que lleva y trae. Buenos Aires, Peña Lillo, 1964). Pero otros nombres perduraron, ¡y qué nombres! En El León actuaron entre la primera y segunda década del siglo XX los hermanos Greco, Augusto Berto, Leopoldo Thompson, Domingo Santa Cruz, Juan Maglio “Pacho”, Roberto Firpo, Francisco Canaro, el propio Arolas y el bandoneonista José María Bianchi, conocido por “el Yepi”. Éste último también solía presentarse en La Fratinola, otro café frecuentado por un ambiente poco recomendable ubicado en la esquina de Patricios y Martín García, a pocos metros del domicilio de Ángel Villoldo. Jorge Bossio y otros historiadores de los cafés porteños evocan las formidables trifulcas protagonizadas por los parroquianos, vecinos de los tres barrios bravos que allí confluían: La Boca, Barracas y San Telmo.

LustrabotasYa que andamos por la avenida Patricios, el cronista no puede dejar de mencionar un café sin nombre que se alzaba en el cruce con Olavarría. Según Juan Silbido (Evocación del tango. Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1964), allá por el Centenario actuaba un trío que dirigía Juan de Dios Filiberto, a cuyo padre hemos mencionado por su vinculación con el “bailetín de Tancredi” y otros peringundines boquenses. De ser correcta la versión, en ese momento Filiberto recién había comenzado sus estudios musicales, con 24 o 25 años, en el conservatorio Pezzini-Statessi que luego completaría, gracias a una beca, en el de Alberto Williams. Su infancia había sido difícil en un medio difícil, y a los nueve años tuvo que dejar la escuela por su mala conducta y salir a trabajar; fue aprendiz de varios oficios, estibador y… lustrabotas en la vereda de ese café de Patricios y Olavarría. Anarquista y compadrito con fama de pesado en el barrio, mostró sin embargo desde muy joven su afición a la música, rascando la guitarra e integrando un orfeón llamado Los del Futuro. La Boca, por su composición étnica abrumadoramente italiana, era un barrio filarmónico en el que florecían los coros, orfeones, asociaciones líricas, etc., cada verdulero se sentía un Caruso y cada vendedor callejero de fainá un Tamagno, pero las serenatas de Los del Futuro eran famosas y de gran repercusión -según los viejos memoriosos- no por sus méritos musicales, sino por las bajas que sufrían los gallineros a su paso.

El cronista debe volver ahora sobre sus pasos hacia La Boca, por Olavarría, porque se ha dejado en el tintero otro café que hizo época. Por esta calle, que entonces era la “Florida” barrial, existían dos cines en los números 631 y 635, el Marconi y el Olavarría, y a metros del primero abría sus puertas un establecimiento que también llevaba el nombre del ilustre científico italiano. Allí tocaban, según el recuerdo ya citado de Cadícamo, Ernesto Ponzio y los hermanos Paulos: Roque, Peregrino (ambos violinistas) y Niels Jorge, cuyo nombre fue argentinizado Nelson (pianista). Sin poderlo asegurar, es posible que la remembranza del poeta nos remita a un cuarteto que, precisamente en esos años, formaban Ponzio y Tito Roccatagliata en violines, Manuel Pizarro en bandoneón y Nelson Paulos en el piano. Lo cierto es que casi no ha quedado ningún dato biográfico de estos tres hermanos, salvo que eran de padre español y madre dinamarquesa -lo que explicaría el nombre del pianista- y que Peregrino falleció muy joven en 1921, suponemos que de tuberculosis, tras una larga internación. Éste integró en algún momento un cuarteto dirigido por el bandoneonista Augusto Berto junto a Horacio Gomila en violín y Domingo Fortunato al piano y nos dejó dos tangos, El distinguido ciudadano, rescatado por Carlos Di Sarli en 1946, e Inspiración, llevado por primera vez al disco por Roberto Firpo en 1922 y popularizado en 1931 por Agustín Magaldi en una versión con letra de Luis Rubinstein.

Existieron, es verdad, muchísimos más cafés por Barracas y La Boca, pero el cronista avisó oportunamente -por lo cual no es traidor- que sólo se iba a referir a aquellos en los que se hubiera tocado tango o estuviesen relacionados con la historia del género, por lo cual ya es hora de dirigirse a otros barrios del sur porteño, como Parque Patricios. Pero ese… será otro callejeo.

 

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 136, noviembre de 2013

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Los cafés de La Boca

Andaba el cronista, en su último callejeo, recorriendo los cafés de San Cristóbal en los que floreció el tango en la primera década del siglo XX y comentaba que, simultáneamente, se había formado otro polo en La Boca alrededor del cruce de Suárez y Necochea. El sufrido lector que frecuenta esta columna recordará que en 2010 el cronista ya anduvo glosando la vida de este último barrio en los días del Centenario, pero para aquellos que han tenido la suerte de no conocerla pero que han caído en las garras de este pasquín, se hace necesario un pequeño racconto:

Horacio Coppola: Buenos Aires (1936) Vuelta de RochaEl Riachuelo fue el puerto natural de Buenos Aires desde los tiempos fundacionales, cuando los indios tenían la mala costumbre de pretender, vuelta a vuelta, almorzarse a algún conquistador. Pero su época de oro comenzó a partir de 1857, cuando se empezó a dragar sistemáticamente, y especialmente en los años en que el ingeniero Luis Huergo dirigió las “Obras del Riachuelo”, ampliando la Vuelta de Rocha hasta sus orillas actuales. Entre 1880 y la inauguración del Puerto Nuevo La Boca fue el “barrio marinero” de Buenos Aires, con un movimiento anual de miles de barcos mercantes y de pasajeros, poblado de astilleros, carpinterías y almacenes navales y, lo más importante, de gente de mar y río que allí se afincaron. Al comenzar el siglo XX era uno de los barrios más dinámicos y pujantes de la ciudad, con un movimiento comercial, bancario, cultural y social que, unido a su homogénea demografía -una abrumadora mayoría de italianos, mayoritariamente ligures- le daban una identidad única. Pero precisamente por su condición portuaria era frecuentado por personas de paso: marineros que permanecían ociosos mientras sus naves cargaban y descargaban o simplemente hombres solos que buscaban diversión o compañía femenina. Como decía el cronista en aquellos artículos, Buenos Aires registraba una gran desproporción entre ambos sexos debido a la inmigración. Los hombres solían viajar solos a probar fortuna hasta que más o menos se establecían y podían llamar a su familia, lo que favoreció el auge de la prostitución en la ciudad y sus alrededores, tanto en lenocinios declarados como, más discreta o encubiertamente, en otros lugares de esparcimiento como los cafés-concert y los cabarets.

Así pues no puede extrañarnos que ya por 1878 haya memoria del “bailetín del Palomar”, conocido también como “el baile de Tancredi” que abría sus puertas en la esquina sudeste de Suárez y Necochea, donde le sucedió el café El Molino. Cuenta el historiador Jorge Bossio en Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia (Buenos Aires, Plus Ultra, 1995) que “… El ingreso al salón era gratuito, pero el derecho al baile era cobrado a razón de cinco centavos la pieza, cobranza que ejecutaba el propio Tancredi, acompañado de un ostentoso trabuco, por si el bailarín se volvía remiso en el pago”. Bossio, siguiendo los dichos de Juan de Dios Filiberto a Antonio J. Bucich -el historiador por antonomasia del barrio- comenta que José Tancredi era un toscano proveniente de Ensenada que luego le compró a su padre una propiedad en Olavarría 287, adonde trasladó el bailongo, versión que sería coherente con otra que asegura que el padre de Filiberto fue largos años “regente” de dicho establecimiento. Juan de Dios FilibertoAcotemos que don Filiberti, que así era el apellido original, era conocido por el alias de Figurita -según algunos historiadores- por su habilidad en el baile, y por Mascarilla o Mascarita -según otros-, que el cronista supone debido a marcas de viruela, tal como medio siglo antes fue llamado el gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López, por dicha razón.

Pero, como vemos, “lo de Tancredi” no era específicamente un café, sino un salón de baile en el que seguramente se expendían bebidas. Al filo del cambio de siglo le sucedieron, en esa esquina de Suárez y Necochea, verdaderos cafés con número musical como el Café La Marina de Suárez 275, donde actuaba en 1907 “el alemán” Arturo Bernstein con un trío improvisado. En 1908 le sucedió el legendario “tano” Genaro Espósito acompañado por “el tuerto” José Camarano en guitarra y Agustín Bardi en violín (sí señor, el primer instrumento de Bardi fue el violín, que luego cambió por el piano); tras un paso por un boliche de San Telmo, su barrio natal, Espósito volvió a La Marina en 1912 con Alcides Palavecino en violín y “el negro” Harold Phillips en el piano. El abrojitoCon respecto a Bernstein, al que no hay que confundir con su  hermano Luis, el autor de El abrojito y de Don Goyo, refiere Juan Silbido que fue uno de los primeros músicos en tocar con partitura, en una época de orejeros, y cita una anécdota recordada por Carlos de la Púa: en cierta ocasión se trabó una calurosa polémica, en un grupo de músicos, sobre qué orquesta habían escuchado la noche anterior, si la de Bernstein o la de Spósito; Ernesto Ponzio, que escuchaba la discusión, falló con autoridad “Si los cosos tocaban con el papelito al frente, era la del Alemán; si se mandaban el repertorio al aire libre, era la del Tano”. Allá por el Centenario Bardi volvió a La Marina, ya al frente del piano, en un cuarteto que lideraba el bandoneonista Graciano De Leone (el de Tierra negra y El pillete) y completaban “el francés” Julio Doutry en violín e Ignacio Fuster en ¡violoncello!

Frente a La Marina, según Bossio, se alzaban el Café Edén -llamado también Café de la Turca-, donde actuaban los hermanos Vicente y Domingo Greco con Ricardo Gaudencio (el de El chupete) y el Café de Teodoro, donde habría actuado un joven Roberto Firpo. Es conocida la anécdota de que fue en un cafetín de La Boca donde, por un quítame allá esas pajas, Firpo fue marcado con un feite en la cara por su violinista, “el rengo” Ernesto Zambonini. Éste, que era de muy malas pulgas y peor bebida, no contento con el tajo se fue a su casa y escribió un tango, Recuerdos de Zambonini, al que Firpo contestó, con bastante sentido del humor y argumentando que había sido a traición, con otro: Mal pegador.

cafe royalPor Necochea, por su parte, se alzaba el Café Concert  de Benito Priano en el número 1224, mientras a su frente, en el 1221, estaba el Café Royal, más conocido por Café del Griego, donde debutó en 1908 Francisco Canaro aunque, en realidad, su primera actuación había sido en el pueblo de Ranchos, como parte de la gira obligada por pueblos del interior que hacían los músicos noveles en esos tiempos. En el Royal actuaba en un trío integrado por Samuel Castriota (Lita, o sea Mi noche triste) al piano y Vicente Loduca en bandoneón. Por allí se apareció una noche de 1909 un muchachito de Barracas, de sólo 17 años, que llamó la atención de la concurrencia por su pinta de cajetilla: pantalón bombilla de fantasía, traje a cuadritos de ribetes claros, sombrero requintado y guantes con los anillos puestos por encima. También portaba una jaula, como aún se llama al estuche del bandoneón y, al finalizar la actuación del trío, los músicos se acercaron a su mesa a conversar. Palabra va, palabra viene, alguien mencionó que el pibe había compuesto un tango, por lo que fue invitado a pelar el instrumento e interpretarlo; era Una noche de garufa y el éxito fue instantáneo entre la concurrencia, que lo obligó a repetirlo varias veces. Pronto el autor y su tango ocuparían su propio lugar -¡y qué lugar!- en los cafés con orquesta, pero ese… será otro callejeo.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Nº 135, octubre de 2013

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Los cafés y el tango/2

Andaba el cronista callejero, en su vagabundeo de agosto, intentando entrar en un tema tan caro a la porteñidad como lo es el de los cafés de tango. Y para ello debió hacer una pequeña reseña de los locales donde se desarrolló la prehistoria de dicho género musical: locales de baile elegantes y otros no tanto, peringundines varios, los centros de las colectividades inmigrantes que tan importante papel tuvieron en el desarrollo de nuestra sociedad… Hecho el introito es hora de poner las cartas sobre la mesa para no aburrir al sufrido lector, pero el cronista no sabe por cuál barrio empezar para no herir susceptibilidades, así que se ha decidido por un orden más o menos cronológico y ceñirse estrictamente a los cafés y bares que contaron por lo menos con un instrumentista, dejando de lado cabarets y otras yerbas que convertirían su crónica en una enciclopedia en chiquicientos volúmenes.

el chocloSin embargo, al comenzar esta parte de la historia con dos tangos primigenios, exceptuando al ya mentado El entrerriano, no le queda al cronista otro remedio que violar su propia regla al referirse a El choclo: según Francisco García Jiménez –de cuya precisión en afirmaciones y fechas han dudado algunos autores, pero cuya bien cortada y facunda pluma es de referencia ineludible– hacia 1903 Ángel Villoldo actuaba en el café-concierto Variedades de Rivadavia al 1200, donde también lo hacían Pepita Avellaneda y un tirador al blanco apodado Flo, que con los años sería el actor Florencio Parravicini. Un día, después de la función, se habría encontrado en un “estaño” de la cortada Carabelas con José Luis Roncallo –hijo del músico que integraba la firma Rinaldi–Roncallo, fabricante de organitos a manivela–, formado musicalmente con su padre y con Santo Discépolo y que tocaba con su conjunto en el restaurante y hotel Americano, de Cangallo 963. Villoldo le habría interpretado en la guitarra un “tanguito” que hacía ya tiempo había compuesto, y Roncallo decidió estrenarlo, con la salvedad de denominarlo “danza criolla” “para no levantar la perdiz ante el dueño del local y para no alarmar a las distinguidas damas comensales”. Así pues, el 3 de noviembre de 1903 –en el barrio de San Nicolás– habría sido estrenado uno de los tangos más populares de todos los tiempos, aunque otros autores dan 1905 y otras fechas.

La_Morocha_PartituraEl otro tango fundacional al que nos referimos, La Morocha, fue también compuesto y estrenado en San Nicolás: el 25 de diciembre de 1905 Enrique Saborido tocaba el piano en una fiesta en “lo de Ronchetti”, nombre que se daba al Bar Reconquista –sito en Lavalle y la calle epónima, esquina noroeste–  cuando improvisó la melodía. Después habría ido en busca de Villoldo esa madrugada, quien le acopló la pegadiza letra. Según el propio Saborido, en nota de Caras y Caretas, fue estrenado en el mismo bar por Lola Candales mientras algunos dicen que lo estrenó Flora Hortensia Rodríguez, la notable tonadillera esposa del precursor Alfredo Gobbi y madre del inolvidable violinista, compositor y director del mismo nombre. Lo cierto es que, editado por Luis Rivarola en 1906 en su imprenta de la calle Artes (hoy Carlos Pellegrini) 165, alcanzó en su primera edición los 300.000 ejemplares y fue embarcado de polizón en la fragata Sarmiento por los cadetes, recorriendo y siendo conocido en el mundo. En la esquina mencionada, una placa recuerda el nacimiento de La Morocha.

Hecha esta necesaria y justa salvedad, el cronista ya puede salir del Centro hacia los barrios que en esa primera década del siglo XX se constituyeron en verdaderas usinas tangueras, San Cristóbal y La Boca. Con respecto al primero, ya se ha mencionado la presencia del local de María la Vasca Rangolla en Carlos Calvo 2721, a pocos metros de la casa donde nacerían los De Caro, y ahora es menester referirse a la zona de Sarandí y Cochabamba, donde existían varios conventillos que el tiempo se llevó. En uno de ellos, en Sarandí 1356, vivía una familia Greco de evidente inclinación filarmónica ya que el padre, Genaro, tocaba el mandolín mientras que de los ocho hijos cuatro salieron músicos: Domingo guitarrista, Ángel guitarrista y cantor –de quien recordamos Naipe marcado–, Elena pianista y Vicente la guitarra y la concertina. Según relató Julio De Caro en El tango en mis recuerdos, el legendario Sebastián Ramos Mejía escuchó a Vicente ejecutar ese último instrumento cuando tenía catorce años y aconsejó a la familia comprarle un bandoneón, dándole las primeras y quizás últimas clases. La cuestión es que en 1906, tras el entonces obligado periplo por localidades del interior de la Provincia de Buenos Aires, lo encontramos tocando el fuelle en el Salón Sur, un bar ubicado en Pozos y Cochabamba y, antes de 1910, sentaba sus reales en El estribo con su Orquesta Típica Criolla que integraban Lorenzo Labissier en bandoneón, Vicente Pecce en flauta, Agustín Bardi al piano y Juan Abbate y Francisco Canaro en los violines. Y aquí cabe aclarar que en un conventillo de Sarandí 1358, pared por medio con los Greco, vivía una familia Canarozzo en la cual cinco hijos también se dedicarían a la música bajo el apellido Canaro: Francisco, Mario, Rafael, Humberto y Juan.

eduardo arolasEl solar en el que se levantaba El estribo había pertenecido a los Anchorena y luego a los Frers, en Entre Ríos 763/67, al lado de la confitería y panadería Tanoira que a su vez había sido fundada hacia 1860 en la misma avenida pero en el 650. En este histórico café también actuaron Eduardo Arolas (foto), Roberto Firpo, Tito Roccatagliata, Prudencio “el Johnny” Aragón –gran amigo de Vicente Greco y a quien se le atribuye la paternidad de Ojos negros–, ejercieron su difícil arte payadores como José Bettinoti, Ambrosio Ríos, Federico Curlando, Luis García y, hasta después de 1911, amenizó las veladas el dúo Gardel–Razzano, que hacía doblete con el Café del pelado de Entre Ríos y Moreno, esquina sudeste.

Otros cafés de San Cristóbal de larga memoria fue El protegido, de San Juan y Pasco, donde actuó en la década de 1910 Samuel Castriota, el autor de El arroyito y de Lita, que con letra de Pascual Contursi se convirtió en Mi noche triste, y El caburé, de Entre Ríos entre San Juan y Cochabamba (entre el 1274 y el 1280 actuales). el caburéNo sabemos si éste último debió su nombre tan sólo a la inspiración del dueño o si, en cambio, lo tomó del tango que Arturo De Bassi compuso en 1909 con letra de Roberto Lino Cayol y que pronto alcanzó gran popularidad, pero sí se conserva el dato de que allí debutó en 1914 Ricardo “la nena” Brignolo, el autor de Íntimas y de Chiqué, y que entre otros actuaron el bandoneonista Arturo “el alemán” Bernstein y Ricardo González Alfiletegaray, más conocido como “Muchila” y que fuera compañero de Francisco Canaro en sus primeras formaciones que, con muchos de los nombrados, desarrollarían una nueva etapa en la evolución del tango alrededor de la esquina de Suárez y Necochea, en La Boca. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

El Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 134, septiembre de 2013

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/09/134-septiembre-2013.html

Los cafés y el tango

cafe- inmortalesAndaba el cronista, en la entrega de julio, reseñando los cafés elegantes de principios del siglo XX y prometía, cerca del final, ocuparse de los cafés literarios que por esa época comenzaron a florecer en Buenos Aires. Pero repasando un poco sus archivos y la colección de Desde Boedo que piensa dejar para sus nietos cayó en la cuenta de que a lo largo de los años, desde 2010, había hablado largo y tendido tanto de La Helvética como del Aue’s Keller, de La Brasileña y de Los Inmortales (foto), del almacén de Piaggio y de varios otros tugurios de la cortada Carabelas donde sentaban sus reales Rubén Darío, Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, José González Castillo y tantos otros literatos de esos tiempos. Así pues, se dijo que en realidad, si quería seguir el hilo cronológico que venía desarrollando, le tocaba evocar los primeros cafés y establecimientos donde si bien no nació, se desarrolló el tango.

No es propósito del cronista terciar en la disputa sobre el lugar de nacimiento de ese género musical, en la que tanto se ha argumentado en favor de uno u otro barrio. Jorge Luis Borges, que para algunas cosas era muy sagaz, decía en su “Historia del Tango” incluida como apéndice de su Evaristo Carriego: He conversado con José Saborido, autor de Felicia y de La Morocha, con Ernesto Poncio, autor de Don Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La viruta y La Tablada, con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación (…) Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana, Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile, los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín (…)”. Seguramente habría que incluir en esta nómina a los Corrales, pero lo cierto es que a fines del siglo XIX los lugares citados eran los arrabales de una ciudad que –citando la feliz frase de Chico Novarro– iba “creciendo a gritos”. La aparición del tranvía en 1871 interconectó esos suburbios entre sí y con el Centro, permitiendo a la población una movilidad hasta entonces desconocida en una ciudad aún ecuestre, en la que las victorias de alquiler no estaban al alcance de todos los bolsillos y que, por otra parte, dejaba mucho que desear en cuanto al estado de sus calles, aun en pleno Centro.

Con esta inopinada ayuda, el nuevo género pronto se extendió por los incipientes barrios y recaló en las “academias” o “cafés de camareras” de San Cristóbal –Solís y Estados Unidos, Solís y Comercio, Pozos e Independencia– y San Nicolás, por 25 de Mayo, por Maipú, por Viamonte (“la meretricia calle del Temple” que cita Borges), por las inmediaciones del Parque de Artillería y por la calle Paraná, donde existían lugares non sanctos en los cuales tocaban desde mediados de los años Ochenta el violinista Casimiro Alcorta –quien habría compuesto allá por 1884 el tango Cara sucia, cuyo título original es irreproducible, luego recopilado por Francisco Canaro–, el violinista y guitarrista Eusebio Aspiazú y el flautista Vicente Pecci; en los famosos cafetines de la Boca; en el Bajo de la Batería; en los “clandestinos”, como el de Laura, en Paraguay y Centro América (hoy Pueyrredón), el de María la Vasca Rangolla, en Carlos Calvo 2721 –donde el moreno Rosendo Mendizábal estrenó El entrerriano allá por 1897 o 1898–, o el de Concepción Amaya (Mamita), en Lavalle 2177, donde habría hecho lo propio en 1900 Ernesto Ponzio, el pibe Ernesto, con su inaugural Don Juan, compuesto hacia 1898.

Cafe_de_HansenOtro rumbo, algo más presentable, fue el de los “Portones” de Palermo: el Belvedere, El Tambito, El Quiosquito, el Pabellón de las rosas o el paradigmático Hansen (foto) que no eran propiamente cafés, sino cervecerías o restaurantes donde las patotas de “niños bien” se entreveraban con compadritos y pesados con resultados muchas veces sangrientos. Fue en El Tambito donde “Cielito” Traverso mató de una puñalada, en 1901, a Juan Carlos “Vidalita” Argerich, amigo de Jorge Newbery, por una cuestión ocasional, según algunos, pasional, otros, y ese enfrentamiento que refleja Celedonio Flores en los primeros versos de Corrientes y Esmeralda perduraría hasta bien entrada la segunda década del siglo. Acotemos que este “Cielito” Traverso era uno de los hermanos –Yiyo, Constancio, Félix y el nombrado– propietarios del café O’Rondeman de Humahuaca y Agüero, frecuentado por el joven Carlos Gardel y que eran los caudillos roquistas del Abasto, como hemos relatado en el número de diciembre de 2012 de esta columna.

Algo alejados de estas turbulencias, florecían por la misma época, por el Centro y aledaños, asociaciones de inmigrantes, que además de su objetivo primordial de “socorros mutuos” también organizaban bailes y otras actividades recreativas. Para ceñirnos solamente al Centro citaremos la Societá Colonia Italiana de Socorros Mutuos, de Paraná 555; la Societá Lago di Como, de Cangallo 1756; la Sociedad Filantrópica Suiza, de Rodríguez Peña 254; la Societá L’Operaio Italiano, de Cuyo (hoy Sarmiento) 1374, con sucursal en Andes (hoy José Evaristo Uriburu) 1240; la sociedad Federal Suiza, de Florida 753; el Centro Eslava, de Suipacha 441; Codigos_BaileUnione e Benevolenza, de Cangallo 1358; la Sociedad La Argentina, de Rodríguez Peña 361 y el mítico Salón San Martín, de la misma calle al 344, que fuera conocido como “el Rodríguez Peña” y al que Vicente Greco dedicó en 1911 su famoso tango homónimo. Sobre el salón Rodríguez Peña refiere García Jiménez en Así nacieron los tangos que “(…) competía entonces, con ventaja, en cuanto a la afición tanguista con otros de asociaciones mutualistas constituidas por honestos súbditos de Víctor Manuel II y Alfonso XIII (…) Éstos se arrendaban a la heterogénea clase media del tango, en noches de entre semana o domingos a la tarde, porque los sábados estaban dedicados a las propias fiestas de las colectividades (…) Reinaba allí el tango sin cortapisas. El lugar era algo así como un término divisorio entre el remoto piringundín de La Tucumana, alumbrado a querosene y con el arroyo Maldonado atrás, y la coqueta casa de madame Jeanne, en la calle Maipú al norte, con moblaje Luis XV y cortinados de seda (…)”.

El lector disculpará la larga parrafada pero al cronista le parecía necesaria para delimitar la cuestión porque todos los lugares nombrados eran, fundamentalmente, lugares de baile, de sociabilidad y también de transacciones amorosas; pero el café con palco u orquesta que estaba naciendo por la misma época era otra cosa. Allí no iban los hombres a bailar, sino a escuchar tangos, a poner los cinco sentidos (y quizás algunos más) en la música que los conmovía, y con la que se sentían identificados, en un rito silente en la cual los músicos oficiaban un culto destinado a configurar la identidad de Buenos Aires y de los porteños. Así pues el cronista comenzará a reseñar los primeros cafés donde fue creciendo el tango, pero eso deberá ser… en el próximo callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 133, agosto de 2013

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Los cafés «elegantes»/2

hotel de londresLlegaba el cronista callejero, la semana pasada, al moderno y lujoso edificio donde se encuentra la redacción de Desde Boedo cuando, al doblar la esquina, vio frente al mismo una vociferante turbamulta que parecía bastante enojada. Como en estas circunstancias toda prudencia es poca, el cronista se levantó las solapas del sobretodo y se caló bien el sombrero mientras se acercaba al epicentro de la manifestación. Y lo bien que hizo, a la luz de los sucesos que iban a desencadenarse. Sobre una vereda un enorme cartel rezaba “andá a estudiar Historia, chichipío”, sostenido por unos robustos morochos entre los que se destacaba, por su tamaño y su facha lombrosiana, uno que tocaba con fervor el bombo. Mientras tanto, sobre el otro lado de la calle una horda de elegantes señoras –entre las que le pareció divisar a la misma señora esposa del Director del periódico– portaba pancartas con leyendas tales como “¿Y la París, qué?”, “El Molino no se rinde”, “No discriminen a la Richmond” y lindezas semejantes. Como el cronista ya está ducho en estas lides, hábilmente se infiltró en el primer cotarro y entabló conversación con el morocho del bombo que, entre mazazo y mazazo, mordisqueaba un enorme choripán: “— ¿Qué pasa, jefe, les adeudan salarios?—” le preguntó el cronista, haciéndose el desentendido. “— ¡Má qué salario ni salario!—” le replicó el energúmeno, “— Lo que pasa es que en este pasquín escribe un salame que cree que puede poner cualquier cosa y que lo letore somo tarado—”. “— Pero mire usted—” siguió, ya inquieto, el cronista. “— ¿Y se puede saber qué escribió?—”. “—¡Sí señó! Mire si será bestia que puso que enfrente del café La Sonámbula estaba el antiguo Teatro Colón, cuando todo el mundo sabe que en 1889 el edificio se reformó y pasó a ser ocupado por el Banco Nacional, mientras que el Hotel de Londres, donde funcionaba el café, se construyó en 1896…—”. “ ¡Uy Dió, la cosa va conmigo!” se dijo el cronista contagiado de la verba popular y, pensando en su integridad física, prefirió no acercarse al grupo de señoras elegantes –que se veían aún más peligrosas– emprendiendo una sigilosa pero veloz retirada.

Ya a salvo en un café cercano el cronista pidió un café y el último número del periódico al mozo y, al leer su última crónica, comprobó que el del bombo tenía razón: llevado por el entusiasmo y su enfebrecida pluma, se le había escapado el gazapo… “Bueno, saco una fe de erratas y listo”, se tranquilizó a sí mismo. “Pero ¿y esas señoras a las que sólo les faltaban las cacerolas?” se preguntó, sintiendo la fría hiel de la incomprensión del público lector, “¿no sabían acaso que el espacio de la columna es limitado y que se las veía en figurillas para hacer entrar en la pauta todo lo posible?”. En fin, valga la aclaración para el señor del bombo –al que le parece haber visto por el Bajo Flores– y para las empingorotadas señoras va lo que sigue.

En realidad el cronista registra un Café de París y una Confitería de París, sin haber podido averiguar si existe continuidad entre ambas. El primero se levantó en el último tercio del siglo XIX en Perón entre San Martín y Florida. Su salón presenció saraos y banquetes como uno celebrado el 1º de mayo de 1889, con motivo del tercer aniversario de la Revista Nacional, donde su joven Director Adolfo P. Carranza planteó a los brindis la necesidad de fundar un Museo Histórico. La idea fue bien recibida y seguramente encarnaba un espíritu de época, pues el siguiente 24 de mayo el intendente Francisco Seeber creaba una Comisión de Notables para que “proyecten la organización del Museo Histórico de la Capital y lo instalen provisoriamente”. En cuanto a la segunda, en 1916 Pedro Vercesi encomendó al arquitecto Francisco Gianotti la construcción de un local en la esquina noroeste de Libertad y Marcelo T. de Alvear, que al siguiente año fue inaugurado como “Confitería París” y que, si bien fue demolida, es la que recuerdan aún muchos porteños. A tal punto era bacana en sus primeros tiempos que la inauguración  según cuenta Jorge Bossio– contó con el auspicio de la Sociedad del Divino Rostro, que presidía Angiolina Astengo de Mitre, consistiendo en una cena a beneficio de dicha institución. Sin embargo el cronista cree que dicha Confitería era más antigua, dado que existe registro gráfico de la misma en 1906, por lo que presume que lo que hizo Vercesi en 1916 fue construir un nuevo local, a todo trapo, en el mismo predio del antiguo.

molino0000Ahora bien, los porteños tenemos una importante deuda con este arquitecto cuyo nombre completo era Francesco Teresio Gianotti. Nacido en un pueblo cercano a Turín en 1881, arribó a nuestro país en 1909, donde colaboró con Mario Palanti en el diseño del Pabellón de Italia para la Exposición Internacional del Centenario y en 1915 realizó una de sus mayores obras, la Galería Güemes hoy restaurada en su esplendor original. Pero entre su abundante y larga obra (falleció en 1967) nos interesa, para esta evocación cafeteril, otro local que si bien subsiste como edificio está cerrado desde 1997: la Confitería del Molino. A mediados del siglo XIX, cuando la actual Plaza de los Dos Congresos era todavía un lugar medio despoblado, Constantino Rossi y Cayetano Brenna instalaron la Confitería del Centro, con especialidad en pan dulce, en las actuales Rivadavia y Rodríguez Peña, negocio que al instalarse en las cercanías un molino harinero –el Lorea– cambió su denominación por la de Antigua Confitería del Molino. En 1905 la firma se trasladó a un local frente al Congreso Nacional entonces en construcción y, tras la remodelación de la Plaza y su entorno, los propietarios decidieron erigir un nuevo edificio en sociedad con la familia Rocatagliatta unificando dos propiedades, una sobre Callao 32, adquirida en 1909, y la otra en Rivadavia 1815, comprada en 1911. La primera constaba de planta baja y cinco pisos, que Gianotti remodeló y unificó con un nuevo edificio construido en el segundo solar, configurándose así la Nueva Confitería del Molino que, con su característica torre, fue inaugurada en 1917 y pronto se convirtió en la preferida de los parlamentarios, del ambiente artístico y de las personalidades que visitaban nuestro país. Durante el golpe de estado de 1930 sufrió un incendio, debiendo ser reconstruida, y en 1978 el entonces propietario vendió el fondo de comercio y la marca a un grupo que al poco tiempo se declaró en quiebra. Los descendientes de Cayetano Brenna compraron el negocio y pudieron mantenerlo hasta el 24 de enero de 1997 cuando cerró sus puertas, al menos hasta hoy día…

El cronista callejero, a esta altura, se siente un poco más tranquilo en cuanto al reclamo de las enfervorecidas señoras que reclamaban frente al periódico: por lo menos ya pueden bajar dos pancartas. En cuanto a la Richmond, tengan paciencia, porque en la próxima entrega comenzará a reseñar aquellos cafés que fueron sede de la bohemia literaria y teatral. Como el cronista siempre dice: “ese… será otro callejeo”.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 132, julio de 2013

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Los cafés «elegantes»

Cafe siglo XIX Museo de BilbaoAndaba el cronista, en su último callejeo, rememorando la transformación de las antiguas pulperías urbanas y suburbanas en el “almacén y despacho de bebidas” que por muchos años fue el arquetipo de nuestros cafés de barrio: centro de sociabilidad masculina donde las copas alternaban con el juego más o menos clandestino mientras el cantor o el caudillo político locales desplegaban sus buenas o malas artes. Los hubo en el “Centro” de la aún pequeña Buenos Aires del siglo XIX y fueron acompañando su crecimiento hacia las extensas zonas de quintas que después de 1880 comenzaron a lotearse y dieron nacimiento a los barrios porteños. Pero conviviendo con estos establecimientos si se quiere “populares”, también existieron otros negocios con más pretensiones, destinados a un público de mayor poder adquisitivo. El cronista ya ha mencionado, en su callejeo de marzo, aquellos que presenciaron la Revolución de Mayo como el Café de Marco, el De la Comedia, o la Fonda de los Tres Reyes, a los que se fueron sumando a lo largo de los años otros de variada categoría como el Café de Monserrat en la calle Buen Orden 152 (actual Bernardo de Irigoyen 292), que perduró hasta fin de siglo; o el llamado De las Cuatro Naciones de Perú y Alsina, fundado por José Badaracco allá por 1836 y que desapareció al demolerse el antiguo Mercado del Centro que abarcaba la manzana de Alsina, Perú, Moreno y Chacabuco.

av.santafe9Pero fue tras la caída de Rosas, con los consecuentes cambios políticos y sociales, cuando comenzó el establecimiento de locales con mayor influencia europea, seguramente por ser fundamentalmente inmigrantes sus propietarios, y tan sólo en la década de 1850 surgieron cuatro comercios de primer nivel que compitieron por el favor de la sociedad porteña. Según el historiador Ricardo Llanes el primero habría sido la Confitería del Águila, fundada por el ligur Vicente Costa el 1º de enero de 1852 en Florida 102 (actual 178–180) esquina Perón. Al fallecer Costa dejó como sucesor a uno de sus empleados, Jerónimo Canale, quien construyó un edificio de tal lujo que al visitar Buenos Aires el presidente brasileño Campos Salles, en 1900, la recepción oficial se realizó en sus salones. Con los años Canale traspasó la propiedad a sus hermanos Ángel y Agustín, que a su vez lo hicieron con su hermano menor, Santiago, quien a principios del siglo XX protagonizó la mudanza de la confitería a Callao y Santa Fe.

Hacia 1857 –algunos autores sostienen que unos años antes– Pascual Roverano fundaba, en la vereda de la iglesia San Miguel sobre la calle Suipacha, la Confitería del Gas que pronto trasladó a la esquina noroeste de la anterior y Rivadavia. Según Juan José Cresto, historiador del barrio de San Nicolás, el nombre se debió “a un adorno de dos faroles, con picos de gas, en la puerta de entrada”, y el cronista se imagina la sensación de progreso que deben haber causado en aquella Buenos Aires que en su mayor parte aún se iluminaba con faroles de aceite. Lo cierto es que éste fue el primer barrio alumbrado a gas dado que en 1855 se había establecido la Compañía de Gas de Buenos Aires, construyendo un gasógeno en Retiro y comenzando el servicio en enero de 1856. La Confitería del Gas se convirtió en una de las más selectas, rivalizando con la del Molino a la hora del té con masas suizas, pero no escapó de la piqueta que tanto se ha ensañado con el patrimonio de nuestra ciudad. El cronista entiende que cerró sus puertas en la década de 1940.

Otro fue el destino del Café Tortoni, el más antiguo con que cuenta Buenos Aires. Fundado por monsieur Touan en 1858 en la esquina de Rivadavia y Esmeralda, en la década de 1880 se mudó a Rivadavia 826. Al abrirse la Avenida de Mayo y acortarse el lote se encontró –como sucedió con el primitivo Pasaje Roverano, de los mismos dueños de la Confitería del Gas– con que sus fondos daban a la misma por lo que su dueño de entonces, Celestino Curutchet, le encomendó una fachada al arquitecto Alejandro Christophersen, inaugurada en 1894. Fue su sucesor, Pedro Curutchet, quien invitó a Quinquela Martín a instalar en su bodega la Peña que había fundado en 1926 en La Cosechera, café de Avenida de Mayo y Perú, peña que perduraría hasta 1947 y haría historia en la cultura porteña.

la helveticaPor su parte, el bar La Helvética fue fundado allá en 1860 en Corrientes 502, por los señores Poirier y Morini. La cercanía del diario La Nación, a unos pocos metros por San Martín, convirtió a este establecimiento en una sucursal de la redacción, y en muchas oportunidades era posible ver al propio general Mitre acercarse, en las tardes, a tomarse un guindado mientras fumaba uno de sus célebres –por lo pestilentes– “charutos”. Mucho más que un guindado solía tomar Rubén Darío cuando reinaba sobre estas mesas, durante su estadía en Buenos Aires desde 1893 a 1898. A su alrededor, mucho antes de que se concentrara en el café de “Los Inmortales”, pululaba la vida literaria e intelectual del Buenos Aires de fin de siglo y era posible encontrarse con Roberto J. Payró, Emilio Becher, Bartolito Mitre, José de Maturana, Joaquín de Vedia, Charles de Soussens, José Ingenieros y tantos otros. La Helvética perduró por casi un siglo pero no cayó víctima de la piqueta, sino… de varios cañonazos. En la década de 1950 se había instalado en su piso superior la Alianza Libertadora Nacionalista que lideraron Juan Queraltó y más tarde el inclasificable Guillermo Patricio Kelly. Al producirse la llamada “revolución libertadora” (el cronista se niega a escribirlo con mayúsculas) en septiembre de 1955, el Ejército intimó a la Alianza a desalojar el edificio y, ante su negativa, en la noche del 18 de septiembre un tanque apostado en la esquina de enfrente cañoneó el edificio, que quedó semidestruido. El viejo y glorioso bar quedó varios años inutilizado y sus dueños imposibilitados de ingresar al local hasta que finalmente el conjunto fue demolido.

Otro de los establecimientos preferidos por la sociedad porteña de fines del siglo XIX fue el café y restaurante La Sonámbula, en la esquina sureste de Hipólito Yrigoyen y Defensa. Allí había construido la compañía de seguros La Previsora un edificio para sus oficinas al que, por razones económicas, destinó en parte para el Hotel de Londres. El edificio, diseñado por el arquitecto Pedro Coni en estilo academicista, tenía una importante cúpula en símil piedra que coronaba un grupo alegórico, creación de Luis Trinchero, y los coloridos toldos de los niveles bajos le conferían una atractiva vista a la esquina. El cronista no sabe de cierto de qué nacionalidad era el dueño o los dueños, pero todo le hace suponer un origen itálico porque si bien el hotel era “de Londres”, el curioso nombre de La sonámbula sólo lo remite a la famosa ópera de Vincenzo Bellini… y no nos olvidemos que Plaza de Mayo por medio se encontraba todavía el viejo Teatro de Colón. Al hotel y a la confitería se los llevó puestos el “progreso” en la década de 1940, cuando el estado nacional expropió o adquirió todos los lotes de la manzana –salvo el del antiguo Congreso Nacional de Yrigoyen y Balcarce– para construir el Banco Hipotecario. Quedó como recuerdo un tango de Pascual Cardarópoli, titulado precisamente La sonámbula, que Pacho Maglio grabó en el sello Columbia allá por 1912 o 1913, en solo de bandoneón. Pero la relación del naciente tango con los cafés de Buenos Aires… será otro callejeo.

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por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

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Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 131, junio de 2013

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De la pulpería al almacén y despacho de bebidas

Puente AlsinaAnda el cronista, en sus últimos callejeos, recorriendo el linaje de los cafés de Buenos Aires y, como no podía ser de otra forma, en la entrega de abril mencionó las pulperías haciendo especial mención a varias ubicadas en los barrios del Sur: Barracas, Pompeya, Parque Patricios… Como suele suceder, no faltó un buey corneta que saliera a reprocharle que se ciñera a ese espacio geográfico, con el irrebatible argumento de que pulperías hubo por los cuatro rumbos de la ciudad y sus aledaños. Y no deja de tener cierta razón, porque por el viejo Camino Real (hoy Rivadavia), por el camino a los Montes Grandes (hoy Cabildo-Maipú-Centenario), y por otros accesos a la entonces Gran Aldea existieron estos comercios. Pero el cronista percibe que las que dejaron mayor memoria fueron las que estuvieron camino a los sucesivos mataderos de la ciudad, quizá por haber perdurado más cerca de nuestro tiempo. Primero en las inmediaciones de Constitución, más o menos en la manzana truncada por la autopista que enfrenta a la Casa Cuna; más tarde en la actual Plaza España y, entre 1871 y 1901, en Parque Patricios, el ganado llegaba al matadero desde el sur por los puentes de Barracas y Alsina y, desde el oeste, por la hoy avenida Cruz en arreos de larguísimas jornadas, tanto como las de las tropas de carretas que llegaban hasta Miserere, el Alto de San Pedro o la misma Plaza Constitución. Los hombres que desempeñaban estos duros oficios buscaban descanso y solaz antes de regresar a sus pagos y allí estaba la pulpería para tomar unas ginebras, comprar algún regalo para la “prenda” o la familia o perder lo ganado jugando al monte criollo o haciendo unos tiritos de taba.

corrales-viejos-parque-patrCon el tiempo, este grupo humano de origen rural y estadía eventual fue sobrepasado en número por una población estable que se fue generando alrededor del matadero, conchabado en el mismo o en las empresas subsidiarias: seberías, tenerías, molinos de huesos, triperías, etc. Parque Patricios fue en sus comienzos sólo un par de cuadras de la calle Rioja, y –como alguna vez el cronista ha comentado– Pompeya es hija de la curtiembre de Abraham Luppi, que primero estuvo frente a la Plaza España y, al mudarse los corrales, los acompañó unas cuadras al sur. Lo mismo puede decirse de Mataderos, cuyo florecimiento empezó en 1901 con el nuevo traslado y la consecuente mudanza de las empresas satélite. Así, la ciudad fue avanzando sobre sus orillas y desplazando al elemento rural, el ahora vecino se fue “urbanizando” y gran parte de sus hábitos y costumbres se fueron modificando. Los palenques fueron poco a poco desapareciendo, primero del Centro y luego de los barrios, y las antiguas pulperías dejaron de tener en sus inventarios monturas, arreos y multitud de efectos vinculados a la vida ecuestre. Algunas desaparecieron, otras se transformaron –muy poco, en realidad– en almacén y despacho de bebidas como La Banderita de Barracas, o la de los hermanos Brenta situada en la esquina noroeste de México y Boedo, que por muchos años mantuvo las riñas de gallos y las frecuentes reuniones de guitarreros y cantores. En el mismo extremo de Almagro, en la esquina nordeste de Artes y Oficios (actual Quintino Bocayuva) y Venezuela, persistía hasta bien entrado el Centenario el almacén, bar y cancha de bochas El Pasatiempo, otro punto de reunión de payadores donde jugaba como local José Bettinoti, quien vivía apenas a media cuadra.

El “almacén y bar” fue entonces, y por muchos años, el centro de sociabilidad de los pueblos y barrios hasta el advenimiento del “café” a secas –el “cafetín” de Discépolo u Homero Expósito– en sus múltiples variantes, pero algunos perduraron en la zona céntrica, quizá como resto de la primitiva pulpería. El cronista sólo quiere citar aquellos que conoció personalmente y, seguramente, también el lector: 20130920_160515La Embajada, hoy bar notable, abrió hasta no hace muchos años la persiana de su “almacén de ultramarinos” en la esquina noreste de Santiago del Estero e Hipólito Yrigoyen; lo mismo puede decirse del Almacén y Bar de Piaggio, famoso por su jamón crudo y serrano, situado en el ángulo noroeste de Esmeralda y Sarmiento, éste con el plus de que en su “borrachería”, sobre Esmeralda hacia Corrientes, sentaba sus reales hacia el Centenario José González Castillo como cabeza de una peña de gente de teatro que historió Arturo Lagorio en su Cronicón de un almacén literario.

Un caso tristísimo para el cronista es el de un almacén que frecuentaba y cuyo nombre, si es que lo tenía, no puede recordar. Ubicado en la esquina noroeste de Caseros y Perú, con el despacho de bebidas sobre la primera, sus muros de una vara de ancho traslucían una antigüedad que el arquitecto Peña dató alrededor de 1840, y en el patio interno que era necesario cruzar para usar los –digámoslo con piedad– sanitarios, aún se podían apreciar las ruinas de una cancha de bochas. Era propiedad de un matrimonio muy anciano que a fines de la década de 1990, seguramente ya cansado y sin hijos que quisieran seguir con el sufrido negocio, decidió vender. Ubicado a tan sólo una cuadra del Área de Protección Histórica, fue barrido por la piqueta y en su lugar se alza un edificio de propiedad horizontal de incomparable fealdad, más en una avenida como Caseros que a esa altura se destaca por la homogeneidad de sus antiguas y nobles construcciones que algunas empresas con más aprecio al patrimonio, o sentido comercial, están restaurando y revalorizando.

viva boedoAl cronista se le pianta un lagrimón, pero no puede cerrar esta nota sin referirse al barrio que da nombre al pasquín en que escribe. Boedo se pobló recién a fines del siglo XIX, en un avance lento pero seguro desde Almagro y San Cristóbal y, a pesar de haber sido la avenida epónima camino de tropas, tanto como la avenida La Plata, no parece haber registrado la evolución de la pulpería en almacén–bar, salvo en los mencionados casos de El Pasatiempo o de Brenta. El progreso llegó impetuoso, entre 1890 y 1910 la edificación ya cubría prácticamente la totalidad de su perímetro y sus zonas comerciales ya se habían establecido con su configuración actual, por lo que Boedo tuvo bares, cafés, fondas y pizzerías desde sus orígenes. Quizá el almacén de José Arata, que aparece en la Guía Kraft de 1895 en la esquina con Europa (Carlos Calvo), haya contado con despacho de bebidas; más seguro es el caso del Almacén de Pérez y Posse, luego Rotisería y Bar El Sol, luego Sol Di Napoli, luego Malevo y actualmente Miño de San Juan 3594, con su extensa fachada sobre Boedo. También es muy posible que el almacén y fonda de Los Vascos, en el ángulo sudoeste de Independencia y Boedo donde luego se establecieron las tiendas Dell’Acqua, fungiese como despacho de bebidas dado que tenía canchas de bochas y paleta, para no mencionar la legendaria afición y resistencia de los hijos de Euzkadi con respecto a las bebidas espirituosas…

Pero al hablar de Boedo el cronista no puede olvidar un almacén y bar cuyo nombre se ha perdido, ubicado en San Juan y Loria y enfrentado con el Café del carpintero que cobijó los sueños juveniles de tres muchachos del barrio que darían forma a su leyenda –Homero Manzi, Cátulo Castillo y Julián Centeya– y vivirían la época dorada de los cafés porteños. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 130, mayo de 2013

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De viejas pulperías

Andaba el cronista, en su último callejeo, comentando su pasión de “coleccionista de cafés” y, remontándose en el tiempo, hacía un repaso por los primeros establecimientos de ese tipo que hubo en Buenos Aires a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Pero también esbozaba una genealogía más popular que, partiendo de las pulperías y pasando por los almacenes con despacho de bebidas, llegaba a nuestros cafés de barrio. 20130503_154538Lugares, es cierto, en los que lo menos que se tomaba era esa infusión, pero en los cuales el “pueblo menudo” encontraba un lugar de sociabilidad, jugaba a los naipes o a los gallos, departía con vecinos o extraños o, en ocasiones, disfrutaba de una payada. El cronista no quiere terciar en la etimología del término, que bastante polémica ha causado, que si viene de la bebida mexicana “pulque”, o de “pulpa” de carne (como aún llaman los uruguayos al vacío), o menos aún de un “pulpo” que poco se consumía en estos pagos, pero sí comentaba que hay registros muy antiguos de este comercio –actas de los Cabildos, órdenes de los Virreyes, etc.– con múltiples reglamentos y prohibiciones. Y la cosa, en realidad, no era para menos, porque estas pulperías eran pieza fundamental en la comercialización del contrabando que ejercían con entusiasmo los porteños de entonces, y en aquellas que estaban en la campaña, o en zona de frontera con el indio, en el intercambio de productos por cueros obtenidos en los malones o el cuatrerismo. Rosas la tenía muy clara en su política de zanahoria y garrote con las parcialidades indígenas: regalos y comercio para atraerlas y garantizar la paz, y si no, las indisponía unas contra otras o, directamente, las reducía por la fuerza. No por casualidad uno de sus más eficientes colaboradores, Vicente González –conocido como el carancho del Monte– era, precisamente, pulpero.

BACLE03Pero no era intención del cronista referirse a las pulperías de campaña, sino a aquellas que estuvieron más o menos dentro del ejido urbano o en las vías de acceso al mismo, algunas en lugares hoy tan céntricos como Venezuela y Perú –la Pulpería del Poste Blanco–, cuyo nombre el cronista presume que se debía al color del grueso poste esquinero que en estos comercios actuaba como soporte de los dinteles de las puertas que solían dar a dos calles. Ahí está una litografía de Bacle que lo ilustra, con el despacho de bebidas en la esquina y en otra puerta, sobre una calle, el de mercaderías. Pero aquellas que más han perdurado en la historia o el recuerdo estuvieron en esas zonas en que la ciudad empezaba a ser campo, paso obligado de las carretas hacia las plazas en que se concentraban –los Corrales de Miserere, el Alto de San Pedro, la Plaza Constitución– o de las tropas de ganado que eran arriadas hacia el matadero. En el viejo Camino Real, conocido en la época de Rosas como Federación y hoy avenida Rivadavia, el inmigrante genovés Nicolás Vila instaló su casa y negocio en 1821 en la esquina oeste del cruce con Emilio Mitre, y por el motivo de su veleta fue conocida como la Pulpería del Caballito. Y más cerca de Miserere, en la esquina también oeste con Matheu, vivió y ejerció el negocio Leandro Antonio Alen; allí nacieron su hijo de igual nombre y su nieto Hipólito Yrigoyen, futuros caudillos del Radicalismo.

Hacia el sur, la Calle Larga de Barracas, hoy avenida Montes de Oca, es recordada por aquella “pulpera de Santa Lucía” que se fugó con un payador unitario y evocó Héctor Pedro Blomberg, pero en su traza supo albergar a dos de las más renombradas pulperías de la segunda mitad del siglo XIX: Las Tres Esquinas, en el cruce con Osvaldo Cruz (ver publicación https://cafecontado.com/2013/09/16/nieblas-del-riachuelo/) , y La Banderita en la esquina noroeste de Suárez. La primera dio nombre al barrio –o por lo menos lo popularizó– al que más tarde le cantó Enrique Cadícamo, y en la segunda hizo sus primeros pininos artísticos el joven Ángel Villoldo cuando trabajaba como cuarteador en la barranca frente a la actual Casa Cuna. Ambas eran famosas por las carreras cuadreras que se realizaban en los días festivos, de una hasta la otra o, en el caso de La Banderita, en el tramo que iba desde Montes de Oca hasta el terraplén del Ferrocarril del Sur.

Pero si hablamos de cuadreras, debemos referirnos a una de las pulperías más famosas, la de Gades, ubicada en la esquina suroeste de las actuales Loria y Chiclana, conocida como “la esquina de los corredores”. Emplazada a corta distancia del matadero –los “Corrales” que dieron su primer nombre al barrio– era punto obligado de reunión de arrieros, matarifes y toda una población que vivían de las industrias subsidiarias: seberías, acopiadores de cueros, etc., y desde su esquina se corría el tiro hasta el “camino de los güesos”, actual Boedo. Por otro camino de tropas, la hoy avenida Corrales, al llegar al Camino de Gowland –hoy avenida La Plata– se encontraba la Pulpería de María Adelia que, según cuenta el historiador Jorge Bossio en su recordado libro Los cafés de Buenos Aires: reportaje a la nostalgia, fue improvisado hospital de sangre durante los combates de 1880, cuando “aquella chusma valerosa de los Corrales” –al decir de Borges– se enfrentó al Ejército nacional en una última compadrada que no pudo impedir la federalización de la ciudad y el triunfo electoral de Julio A. Roca.

la blanqueadaEl cronista supone, no lo sabe de cierto, que en esas jornadas sangrientas también se deben haber visto envueltos otros dos establecimientos ubicados en pleno campo de batalla: La Blanqueada, en la esquina suroeste de las actuales Sáenz y Francisco Rabanal, y otra cuyo nombre no ha llegado a nuestros días, en similar esquina de la calle Arena y el “callejón de las quintas”, hoy Almafuerte y Caseros. La primera fue evocada por el historiador y nativista Justo P. Sáenz (h.) como parada obligada de los viajeros y troperos que cruzaban el Puente Alsina para tomar una caña o en su caso, dados sus cortos años, una “gaseosa de bolita”, lo que denota la transformación de la antigua pulpería en despacho de bebidas. A fines de la década de 1890 La Blanqueada ya no existía, se había transformado en una chanchería que giraba bajo el nombre de Bautista Selles y Cía.; años después el boliche volvió por sus fueros y la esquina volvió a su antigua condición para, finalmente, transformarse en pizzería… Sin embargo, en sus tiempos de gloria supo ser reducto de payadores –tanto como el Café de los Angelitos que originó esta serie de notas– y en su salón cantaron o pararon Gabino Ezeyza, José Higinio Cazón, Ambrosio Ríos y un joven vecino de Almagro llamado José Betinotti, grupo que también sentó sus reales en la ya citada esquina de Almafuerte y Caseros donde, pocos años después, también cantó alguna que otra vez Carlos Gardel. Con los años, la vieja pulpería se transformó en el Café El Parque (no confundir con su homónimo de Caseros y Rioja), hito durante décadas de los vecinos de Parque Patricios. Allá por fines de los años 1970 el café, y los negocios aledaños que compartían el predio, un kiosco y una peluquería, cerraron y fueron tapiados debido a un arduo conflicto sucesorio que demoró –si al cronista no le falla la memoria– unas dos décadas. Hoy en la antigua esquina se alza nuevamente un café al uso moderno, es decir medio pizzería, con esa decoración modernosa y fría, despersonalizada, que va invadiendo nuestros antiguos boliches. Hasta el nombre El Parque perdió, pero al menos sigue fiel a su origen y vocación primera, no como la bravía y ecuestre esquina de los corredores, que hoy es una gomería. Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 129, abril de 2013

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El coleccionista de cafés

Se lamentaba el cronista, en el callejeo del mes pasado, de la desaparición de tantos cafés de Buenos Aires. La cosa había empezado a raíz de la consulta de un amigo en cuanto a la posibilidad de probar “documentalmente” ciertos aspectos de la historia popular, como la concurrencia de tal o cual personalidad a alguno de esos locales más allá de la tradición oral… Y el cronista pensaba en voz alta que con la piqueta, el cambio de firma o de ramo, seguramente se perdieron muchos testimonios que no fueron apreciados en su valor por los demoledores o los nuevos dueños y terminaron en la basura: fotografías, dedicatorias, los propios libros comerciales de los cafés con orquesta, donde deberían haber constado los pagos a los músicos… En muchos casos se trató de una doble pérdida, ya que a los personajes y hechos que en ellos habían sido (lo que se llama patrimonio inmaterial o intangible) se añadían valores materiales. El viejo Café de los Angelitos era prácticamente un galpón, cuatro paredes con un techo de chapas, como lo han sido tantos, pero la confitería Richmond, centro de peñas literarias de la década de 1920 y del grupo de Florida, sumaba su arquitectura, su decoración, su mobiliario, todo lo que constituía su “espíritu”. Lo mismo podríamos decir de las confiterías del Águila, del Molino o de la París de Libertad y Marcelo T. de Alvear, para hablar de las más “paquetas”. confiteria paris 1906Un progreso mal entendido, intereses inmobiliarios o comerciales o simplemente eso que se llama “la moda” los fueron arrasando, o modificándolos hasta hacerlos irreconocibles. El cronista frecuentó durante años el bar Gardel de Independencia y Entre Ríos, viejo reducto de puesteros del Mercado San Cristóbal convertido en uno de esos cafés hechos en serie, con los mismos dorados, revestimientos y helechos, amén de una figura en cartapesta del Mudo que dan ganas de salir corriendo, y no puede menos de evocar el tango del “Cacho” Oscar Valles cuando decía: “y hasta el bodegón, bronca con razón,/ pues de restaurant lo han disfrazado…” (El Progreso, 1965).

Pero el cronista no se quiere poner “tanguero” porque piensa que al fin y al cabo la gastronómica es una actividad totalmente comercial y qué se puede esperar en cuanto a la preservación de los valores históricos y culturales que puede llevar aneja cuando en esta bendita ciudad se han demolido teatros de la noche a la mañana… Así que prefiere dedicarse al hobby que comparte con destacadas personalidades como Adolfo Bioy Casares: coleccionar cafés. ¿Que cómo es esto? Pues muy simple, se basa en una impenitente frecuentación de bares, estaños, borracherías, almacenes–bar y otros peringundines a lo largo de la vida. El coleccionista de cafés, a diferencia de tantos otros, no desea la propiedad del objeto coleccionado ni su exclusividad; le basta con poseer su conocimiento o su recuerdo, con visitarlo o haberlo visitado, con poseer su secreto o compartirlo. Si usted escucha a dos parroquianos una conversación más o menos como ésta: “—En Belgrano y Alsina de Avellaneda, al lado del comité radical, había un almacén y bar que se llamaba La Facultad, que hacía unos sánguches de cantimpalo que se la debo. —Ah, sí, el de los gallegos… Tenían un cuartito sobre Belgrano donde guardaban las cajas de bebidas que se convertía en ‘reservado’ para los amigos, y en mesa de juego por las noches—”, pues no lo dude, está en presencia de dos “coleccionistas de cafés”.

etiopia¿Y de dónde y cuándo nos vienen el café y los cafés? Más allá de las leyendas, más o menos coherentes y más o menos poéticas, se sabe que su origen es Etiopía y que, a través de los árabes primero y de los turcos luego, llegó a Europa a principios del siglo XVII, donde comenzó a ser consumido como medicina por las clases altas. Pero pronto se popularizó y a mediados del mismo siglo era vendido en las calles de Italia por los vendedores ambulantes de limonada, chocolate y licores, en 1683 se abrió la primera cafetería en Venecia y en 1686 el siciliano Francesco Procopio Dei Coltelli abrió el Café que aún lleva su nombre afrancesado –Procope– frente a la Comedia Francesa, en el corazón de París; allí la bebida se suavizó, en lugar de hervirlo “a la turca” comenzó a prepararse en infusión y luego se le agregó leche. La costumbre se extendió a Londres y a toda Europa y las cafeterías rivalizaron con las tabernas, con el beneficio de una disminución en el consumo de alcohol y, quizá por primera vez, permitiendo el acceso de mujeres en condiciones de igualdad con los demás parroquianos. cafe-marcos-ilustracion-morenoEstos establecimientos se convirtieron en nuevos ámbitos de sociabilidad, más refinados y propensos a la actividad intelectual de ese Siglo de las Luces, y en sus salones se incubó la Revolución Francesa tanto como la de Mayo fue gestada en el Café de Marco de Bolívar y Alsina (denominaciones actuales), o el Café de la Comedia de Reconquista y Cangallo, donde los jóvenes patriotas alternaban las arengas revolucionarias con las partidas de billar mientras en la Fonda de los Tres Reyes (25 de Mayo entre Rivadavia y Bartolomé Mitre) rumiaban su bronca los realistas.

Pero los actuales cafés de Buenos Aires agregan a esta genealogía otra vertiente que se explica en su proceso de crecimiento de aldea a gran ciudad, una rama más popular que frecuentaban los grupos sociales a medio camino entre lo urbano y lo rural: las pulperías y almacenes. Porque no se crea que las pulperías eran establecimientos propios solamente de campo afuera o de localidades del Interior: las actas del Cabildo y la legislación de época dan cuenta de su existencia desde principios del siglo XVIII, con múltiples advertencias para los propietarios, desde qué géneros podían vender y a qué precios hasta la prohibición ser atendidas por negros o negras o la reglamentación de juegos de naipes o dados. Su condición de punto de reunión popular las convertían en objeto de cuidadosa atención policial, de lo cual dan testimonio los archivos judiciales que constituyen una fuente maravillosa de información para los actuales historiadores que estudian las formas de sociabilidad de las clases subalternas, esas olvidadas por la “gran Historia”, con lo que volvemos al origen de estas notas, en cuanto a si la historia popular puede ser basada en documentos. Y sí, documentos existen, pero gran parte de ellos está basada en la óptica de las clases propietarias; si nos pusiéramos foucaultianos, podríamos decir que esos papeles reflejan la mirada del Poder.

Pero volviendo a lo nuestro, de esas pulperías urbanas descienden los almacenes con despacho de bebidas que fueron acompañando a la ciudad en su crecimiento, desde el antiguo casco fundacional hacia las chacras,  potreros y bañados que fueron convirtiéndose en los modernos barrios porteños hasta llegar al día de hoy, donde prácticamente cada cuadra de Buenos Aires cuenta con un café o bar, algo que maravilla a los turistas y a lo que nosotros, los porteños, no damos la debida importancia porque es nuestro paisaje cotidiano. Pero esa evolución, desde la pulpería hasta el café de esquina… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 128, marzo de 2013:

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/03/n128-marzode-2013-marzoel-otono-y-los.html