Cafés de tango en la Avenida de Mayo

mayaveEl cronista callejero viene haciendo una ronda por los cafés de tango de Buenos Aires y, tras recorrer Palermo y Balvanera, se dirige ahora al Centro, a esa calle Corrientes que nunca dor­mía y fue la ceca y la meca de la vida cultural porteña, pero antes prometió darse una vueltita por la Avenida de Mayo. El cronista ya ha comentado, en una serie de artículos publicados en 2010, que en las primeras décadas del siglo la Avenida era un centro de la vida teatral y social, con pre­dominio -es claro- de las expresiones de origen español: ahí estaban, en unas pocas cuadras, por la propia avenida o por Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), el Teatro Victoria, el Alcázar, el Onrubia, el Teatro de Mayo y el “de la Avenida” -que inauguraron en 1908 María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza-, el Moderno y el Goldoni, que como Teatro Liceo es la más antigua sala teatral de la ciudad. A la salida de las funciones, restaurantes y cafés permitían cerrar amablemente la velada y, en algunos de ellos, se podían escuchar buenos tangos.

Como el cronista se bajó del tramway en la Plaza de Mayo, tuvo que desandar unas cua­dras para llegar al primero de su recorrida, el Café Gaulois, en el 899 de la Avenida y en el que a fines de la década de 1910 tocaba la orquesta de Ricardo Luis Brignolo, recordado por Chiqué. Se­gún refieren los hermanos Héctor y Luis Bates en su clásica Historia del tango, por allí se acercó un jovencito que había dado sus primeros pasos con Eduardo Arolas y andaba buscando trabajo pues el padre, un tano severo que había sido director del conservatorio de la Scala de Milán, lo había echado de la casa al saber que andaba tocando tangos. El pibe se llamaba Julio De Caro y, en vista de sus condiciones, fue aceptado por Brignolo que no se equivocó, pues al poco tiempo estrenaba en dicho café Mala junta, joya primigenia del violinista. Unos años después, el café fue adquirido por un señor Carlos Marinoni que le cambió el nombre, pasando a ser Bar Central.

decaroA sólo una cuadra, al llegar al 999 en el cruce con Bernardo de Irigoyen, se alzaba otro café por el que anduvo -¡cuándo no!- Juan Pacho Maglio ganándose los garbanzos, el Gran Café Colón. Según cuentan, su dueño era un catalán anarquista y, seguramente por afinidad ideológi­ca, era frecuentado por los integrantes de la redacción de La Protesta, el legendario periódico ácra­ta. Según refiere Jorge Bossio -a quien tantas veces ha citado el cronista como a una especie de Virgilio particular en esto de recorrer cafés- en una oportunidad la caja del periódico se quedó sin una rupia y, para arrimar los fondos necesarios, los mozos del establecimiento realizaron una colecta que permitió continuar con la publicación… ¡Esos eran mozos, caramba! La cuestión es que la gran importancia que tiene este café para la historia del tango es que en su sala se produjo el debut del sexteto de Julio De Caro, aquel pibe que mencionábamos y que con esta formación decretaba el comienzo de la Guardia Nueva.

galeria guemesPero paremos un poco el carro, que vamos en pendiente, y repasemos cómo fue esta histo­ria. Después de tocar con Brignolo, De Caro participó en las formaciones del bandoneonista José María Rizzuti, Osvaldo Fresedo, Enrique Delfino y Minotto Di Cicco, hasta ingresar en el sexteto que dirigía Juan Carlos Cobián, que formaba con Luis Petrucelli y Pedro Maffia en bandoneones, Agesilao Ferrazzano y De Caro en violines, Humberto Constanzo en contrabajo y el propio Cobián en el piano. Esta agrupación tuvo un enorme éxito en 1923 en el aristocrático club Abdullah, en el subsuelo de la Galería Güemes, que hoy es el Centro Piazzolla Tango, y los muchachos se conocían bastante porque se habían cruzado en diferentes formaciones que encabezaban uno u otro. Pero un buen día Cobián decidió marcharse a los Estados Unidos y la barra quedó en banda, por lo que el joven De Caro, de sólo 24 años, decidió ponerse el grupo al hombro y organizó el nuevo sexteto, en el que su hermano Emilio reemplazó a Ferrazzano, Leopoldo Thompson a Constanzo y, para dejar todo en familia, su otro hermano Francisco a Cobián. Parece que entraron con un sueldo de 35 pesos mensuales, que no era mucho, pero al poco tiempo la casa Víctor los contrató para grabaciones y empezaron a echar buena; en el primer disco de pasta registraron Todo corazón y Pobre Margot, ambos del director del grupo. El sexteto sufrió otros cambios, hasta su extinción en 1934, ingresando en distintos momentos los bandoneonistas Pedro Laurenz y Armando Blasco, los contrabajistas Enrique Krauss y Vicente Sciarreta y la particularidad de que, para las grabaciones, Emilio De Caro fue reemplazado por Manlio Francia.

Siguiendo con nuestro callejeo, encontramos el café Centenario que, hacia 1910, era un elegante punto de reunión donde las familias -especialmente españolas- concurrían a tomar el té, mientras un joven engominado con raya al medio ejecutaba al piano piezas de música clásica, valses, czardas y otros perendengues que daban un aire distinguido al establecimiento ubicado frente al solar donde luego se erigió el Barolo. Pero resulta que el émulo de Chopin no era otro que Roberto Firpo, que un día tuvo la idea de proponerle al dueño incorporar un bandoneón como acompañamiento; el músico de marras era un muchacho que, para parar la olla, trabajaba en la Fundición Vasena pero se había hecho tiempo para estudiar con Alfredo Bevilacqua, se llamaba Juan Bautista Deambroggio y lo llamaban Bachicha. Según refirió años más tarde a Francisco García Jiménez el propio Firpo, el problema fue que, atraídos por la música, empezaron a frecuentar el local otros muchachos de malos modales que pedían los tangos a gritos, llamaban a los mozos con apodos indecorosos como Taka Taka –mote que le endilgaron a un mozo japonés- y otras inconveniencias, por lo que las severas familias empezaron a ralear y el patrón les sugirió que se fueran con la música a otra parte. Bachicha metió el bandoneón en la jaula y Firpo agarró las partituras, porque lógicamente el piano no se lo podía llevar, y rumbearon a la otra cuadra, al café La castellana que abría sus puertas en el 1141 de la Avenida y se extendía hasta Lima. Y mire usted, querido lector, luego actuaron -los dos solitos- nada menos que en el Armenonville y el Palais de Glace, o sea que también echaron buena… Firpo siguió su rutilante carrera y Bachicha se fue a París, donde junto a Manuel Pizarro, Genaro Espósito y Eduardo Bianco representó al tangó hasta su muerte en 1963.

Después de este pequeño rodeo, el cronista debe ahora cumplir con su palabra y dirigirse a la calle Corrientes, donde lo espera la más increíble concentración de cafés de tango que haya tenido Buenos Aires. Pero ese… será otro callejeo.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 142, mayo de 2014

 

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Café La Paloma

pza--italiaa-portonesAndaba el mes pasado, el cronista callejero, recorriendo los antiguos cafés de tango del barrio de Palermo y, sobre el cierre, rumbeaba para el lado de la Estación Palermo, que siempre hemos conocido como “Pacífico” como contracción de “Ferrocarril al Pacífico”, nombre original de la línea San Martín. El arroyo Maldonado, por entonces a cielo abierto, había sido límite de la Capital y, en las primeras décadas del siglo XX, era aproximadamente el de dicho barrio. Hacia el norte, para el lado de Belgrano, todavía existían algunas quintas y, entre la actual Luis María Campos y el bajo del río, se extendía el barrio de “Las Cañitas”, de dudosa reputación; hacia el sur, los Portones de Palermo y las atracciones populares del Zoológico y el Botánico; casi frente a la Estación, los cuarteles del Ejército completaban el paisaje de la zona. Y como en todo cruce de caminos, o lugar donde hubiera cuarteles, mataderos, fábricas o cualquier otro punto de concentración masculina, cafés y peringundines varios donde satisfacer necesidades tanto del alma como del cuerpo. No tenemos mucho registro de esos establecimientos, por razones obvias en el caso de los menos sanctos, pero algunos han quedado en la memoria como el café El Pino, en la bifurcación de Luis María Campos y Santa Fe, citado por Jorge Bossio en su obra que tanto hemos citado (Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia), donde habría incursionado Juan “Pacho” Maglio en los primeros años del siglo.

Eduardo Moreno, poeta y periodista que ya hemos evocado en su condición de palermitano y autor de los versos de Recuerdo, concedió en 1993 un reportaje a Néstor Pinsón en el que daba algunos datos sobre el tema que nos ocupa (puede consultarse en el sitio web Todo Tango: http://www.todotango.com/spanish/biblioteca/cronicas/emoreno.asp):

Soy de Palermo, viví de pibe en Santa Fe al 4900. No tenía más de 11 años cuando me tomé la costumbre de saltar la pared de mi casa que daba a la calle y cruzarme al café ‘Agua Sucia’, que estaba enfrente. En realidad no tenía nombre, pero lo llamaban así porque para llegar había que transitar un trecho entre Santa Fe y Cañitas (hoy Avenida Luis María Campos) que era un extenso barrizal. Estaba muy bien instalado y por aquel tiempo se presentaba el cuarteto de Juan Pedro Castillo que recién comenzaba. Yo me quedaba mirando y me llamaba la atención que se anotara en una pizarrita el título del tema a ejecutar. Ya de pantalones largos frecuenté el café ‘La Paloma’ que estaba en Santa Fe y el arroyo Maldonado (…) Por allí desfilaron los conjuntos de Bardi, de Vicente Greco, por poco tiempo, Roberto Firpo… también Maglio, claro.”

Es muy probable que el citado café “Agua Sucia” no sea otro que el que Bossio cita como “El Pino”, pero más nos interesa en este testimonio la aparición de Juan Pedro Castillo, un violinista, mandolinista y compositor poco recordado que, sin embargo, actuó en numerosas orquestas, en la mayoría de los cafés y cabarets de la época de oro del tango y, dato sensible para los que habitamos los barrios del sur, en el Teatro Boedo y en el Café de Benigno. Nacido en 1899, fue autodidacta aunque tomó lecciones con David “Tito” Roccatagliata (el de Elegante papirusa), otro personaje clave de nuestra historia, y en 1920 debió hacer el servicio militar precisamente en Palermo, donde tuvo por compañero a un muchacho algo mayor, nacido en 1896, llamado Juan Carlos Cobián. Parece que éste, que no era muy afecto a formalidades ni disciplinas, decidió por su cuenta no presentarse a la milicia cuando correspondía, en 1916, por lo que al aparecer tan campante en 1920 fue considerado desertor y recargado en el servicio. Dice también la historia, o la leyenda, que su rebeldía lo llevó a pasar la mayor del tiempo arrestado, circunstancia en la que habría compuesto A pan y agua y que Castillo, que hacía changas con su violín en los cafés de la zona, lo habría estrenado con su cuarteto en el café La Paloma de Santa Fe 4702-30. Por entonces, La Paloma ya tenía larga fama como lugar de tango; por el Centenario, “Pacho” Maglio reinaba en su palco con un cuarteto que completaban José “Pepino” Bonano en violín, Carlos “Hernani” Macchi en flauta y Luis Suárez al piano, ganando la increíble suma de tres pesos por noche. Dos anécdotas referidas por Jorge Bossio nos pintan el ambiente del lugar: Pacho se quejó en reiteradas oportunidades por las ratas que circulaban a sus anchas por todo el local, seguramente debido a que el café se encontraba prácticamente sobre el lecho del arroyo, y el comisario e historiador Francisco L. Romay, que por entonces era jefe de la seccional, debió ingresar más de una vez a caballo para sosegar a los parroquianos.

a-pan-y-agua-tango-1-s200Lo cierto es que A pan y agua no tuvo gran repercusión en sus principios, y recibió una letra del joven Enrique Cadícamo que más valdría olvidar, pero que la honestidad del cronista lo lleva a consignar; es la vieja historia del pobre tipo al que la mujer engaña, mata al rival y desde la prisión se lamenta: “Ya no creo en el amor…/ Ya no creo en la mujer…/ Todas ellas son hermanas/ del engaño y del fugaz placer./ Ya no tengo la ilusión/ de salir en libertad,/ a pan y agua con mis penas/ mi dolor me acompañará”. En la segunda estrofa, como es de rigor, le echa en cara a la mujer su mala acción: “Madre del pebete nuestro, ¿cuál fue la razón cobarde/ para que en aquella tarde/ enlodaras nuestro hogar?” Ahora bien, parece que la percanta se arrepintió de la fulería y lo iba a visitar al presidio, pero un día que “como siempre esperaba su visita cariñosa”, “llegó el pibe a visitarme/ con sus ojitos más tristes,/ y al besarlo dijo: ¿Viste…?/ Mamita se fue otra vez.” Un horror publicado por Ricordi, en fin, qué quiere que le diga.

Allá por 1940 a Cadícamo se le ocurrió, como ya hemos comentado, ponerle letra a viejos tangos que no la tenían o reemplazar las de otros, propios o ajenos. Por ejemplo, tomó De flor en flor, compuesto en 1924 por Eduardo Bonessi con letra de Domingo Gallicchio (recordamos las grabaciones de Gardel y de Alberto Marino) y lo convirtió en Desvelo, aquel gran éxito de Alberto Morán. Y, quizá renegando de sus espantosos ripios juveniles, escribió nuevos versos para A pan y agua, que ahora sí fue un suceso en la voz de Ángel Vargas y llevó a la leyenda al café que nos ocupa: “Café La Paloma:/ por tu veredón en las noches brumosas/ se pasean las sombras de Tito,/ Arolas y Bardi./ Desde el pasado remoto, desde el recuerdo,/ llegan las notas del pintoresco trío/ de aquellos bohemios del tango…”. Y aquellos “bohemios del tango” son, precisamente, el trío que Eduardo Arolas formara hacia 1912 con el “chino” Bardi al piano y Tito Roccatagliata en el violín y que luego transformó en cuarteto, permaneciendo Tito al violín e incorporándose el flautista José Gregorio Astudillo y Emilio Fernández en la guitarra de nueve cuerdas.

Al cronista le gustaría, alguna vez, hacer una nota sobre la desdichada vida de Roccatagliata, para muchos el primer violín magistral del tango, que falleció muy joven malogrado por el alcohol y la droga. Pero tiene que seguir escribiendo sobre cafés y, tras consignar que La Paloma terminó, como tantos, transformado en pizzería y en la actualidad, si la memoria no le falla, en colchonería, allá se va rumbo al Centro, previo paso por el Abasto, chiflando bajito A pan y agua.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 140, marzo de 2014

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2014/03/n-140-marzo-de-2014.html

 

Los cafés de La Boca/2 y algunos de Barracas

arolasEstaba el cronista, en su último callejeo, recordando una noche de 1909 en el Café Royal, de Necochea y Suárez. Allí actuaba con gran éxito un trío integrado por Francisco Canaro, Saúl Castriota y Vicente Loduca que, al finalizar una entrada, se dirigió a la mesa de un joven de atuendo cajetilla que portaba una jaula de bandoneón. Tras varias copas y amena charla, el pibe fue invitado a mostrar sus habilidades y se despachó con un tanguito medio amilongado que pronto sería sensación en Buenos Aires: Una noche de garufa. Como el lector ya habrá adivinado, aunque no sea habitué de esta columna, el bandoneonista de marras era Eduardo Arolas que con sólo diecisiete años comenzaba su ascensión al Olimpo tanguero.

Arolas era más o menos del barrio, ya que había nacido en un hogar proletario de Vieytes 1048, y lo había recorrido ejerciendo su oficio de letrista y dibujante que años después le valdría para ilustrar numerosas partituras como la de Tinta verde, de su amigo Agustín Bardi. Pero, hablando de partituras, en esa primera época era un “orejero” como tantos otros músicos de su generación y Una noche de garufa debió ser transcripta por el propio Canaro y Carlos “Hernani” Macchi; Arolas, que primeramente había tocado la guitarra junto al bandoneonista Ricardo “Muchila” González, recién en 1911 concurrió al conservatorio del maestro José Bombich, director de la banda de la Penitenciaría Nacional, a estudiar teoría, solfeo y armonía durante tres años. Aquella primera composición habría nacido, según Francisco García Jiménez y otros autores, en un café homónimo que se alzaba en Montes de Oca 1681, aunque pasado un siglo sea imposible saber si el establecimiento dio su nombre al tango o, cuando éste se popularizó, ocurrió a la inversa.

avellanedaA escasos cien metros del café mencionado, en el 1786 y casi esquina Iriarte, existía por los mismos años el legendario TVO, en cuyo palco actuaba Agustín Bardi con el bandoneonista Graciano de Leone (el de El pillete y Tierra negra) y el violinista Ernesto “el pibe” Ponzio, local al que también concurría Arolas y donde es posible que haya forjado su relación con Ponzio, con el que en 1911 formaría un trío completado por el guitarrista Leopoldo Thompson que tendría gran éxito en Montevideo. Mientras tanto Arolas despuntó el vicio en La Buseca, un café en la calle Montes de Oca de Avellaneda, acompañado por Eduardo Monelos en violín y Emilio “el gallego” Fernández en guitarra.

Siempre en Barracas y allá por el Centenario, debemos agregar el recuerdo del café El León, donde también actuó Arolas y dejó como sucesor a un fuellero llamado El Quija, cuyo nombre del Registro Civil se ha perdido con los años pero que Enrique Cadícamo rescató en un poema: “En el año doce, tocó en El León/ Un café famoso que había en Montes de Oca/ Casi esquina Australia. Y su bandoneón/ a muchos incrédulos les tapó la boca.” (Poemas del bajo fondo. Viento que lleva y trae. Buenos Aires, Peña Lillo, 1964). Pero otros nombres perduraron, ¡y qué nombres! En El León actuaron entre la primera y segunda década del siglo XX los hermanos Greco, Augusto Berto, Leopoldo Thompson, Domingo Santa Cruz, Juan Maglio “Pacho”, Roberto Firpo, Francisco Canaro, el propio Arolas y el bandoneonista José María Bianchi, conocido por “el Yepi”. Éste último también solía presentarse en La Fratinola, otro café frecuentado por un ambiente poco recomendable ubicado en la esquina de Patricios y Martín García, a pocos metros del domicilio de Ángel Villoldo. Jorge Bossio y otros historiadores de los cafés porteños evocan las formidables trifulcas protagonizadas por los parroquianos, vecinos de los tres barrios bravos que allí confluían: La Boca, Barracas y San Telmo.

LustrabotasYa que andamos por la avenida Patricios, el cronista no puede dejar de mencionar un café sin nombre que se alzaba en el cruce con Olavarría. Según Juan Silbido (Evocación del tango. Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, 1964), allá por el Centenario actuaba un trío que dirigía Juan de Dios Filiberto, a cuyo padre hemos mencionado por su vinculación con el “bailetín de Tancredi” y otros peringundines boquenses. De ser correcta la versión, en ese momento Filiberto recién había comenzado sus estudios musicales, con 24 o 25 años, en el conservatorio Pezzini-Statessi que luego completaría, gracias a una beca, en el de Alberto Williams. Su infancia había sido difícil en un medio difícil, y a los nueve años tuvo que dejar la escuela por su mala conducta y salir a trabajar; fue aprendiz de varios oficios, estibador y… lustrabotas en la vereda de ese café de Patricios y Olavarría. Anarquista y compadrito con fama de pesado en el barrio, mostró sin embargo desde muy joven su afición a la música, rascando la guitarra e integrando un orfeón llamado Los del Futuro. La Boca, por su composición étnica abrumadoramente italiana, era un barrio filarmónico en el que florecían los coros, orfeones, asociaciones líricas, etc., cada verdulero se sentía un Caruso y cada vendedor callejero de fainá un Tamagno, pero las serenatas de Los del Futuro eran famosas y de gran repercusión -según los viejos memoriosos- no por sus méritos musicales, sino por las bajas que sufrían los gallineros a su paso.

El cronista debe volver ahora sobre sus pasos hacia La Boca, por Olavarría, porque se ha dejado en el tintero otro café que hizo época. Por esta calle, que entonces era la “Florida” barrial, existían dos cines en los números 631 y 635, el Marconi y el Olavarría, y a metros del primero abría sus puertas un establecimiento que también llevaba el nombre del ilustre científico italiano. Allí tocaban, según el recuerdo ya citado de Cadícamo, Ernesto Ponzio y los hermanos Paulos: Roque, Peregrino (ambos violinistas) y Niels Jorge, cuyo nombre fue argentinizado Nelson (pianista). Sin poderlo asegurar, es posible que la remembranza del poeta nos remita a un cuarteto que, precisamente en esos años, formaban Ponzio y Tito Roccatagliata en violines, Manuel Pizarro en bandoneón y Nelson Paulos en el piano. Lo cierto es que casi no ha quedado ningún dato biográfico de estos tres hermanos, salvo que eran de padre español y madre dinamarquesa -lo que explicaría el nombre del pianista- y que Peregrino falleció muy joven en 1921, suponemos que de tuberculosis, tras una larga internación. Éste integró en algún momento un cuarteto dirigido por el bandoneonista Augusto Berto junto a Horacio Gomila en violín y Domingo Fortunato al piano y nos dejó dos tangos, El distinguido ciudadano, rescatado por Carlos Di Sarli en 1946, e Inspiración, llevado por primera vez al disco por Roberto Firpo en 1922 y popularizado en 1931 por Agustín Magaldi en una versión con letra de Luis Rubinstein.

Existieron, es verdad, muchísimos más cafés por Barracas y La Boca, pero el cronista avisó oportunamente -por lo cual no es traidor- que sólo se iba a referir a aquellos en los que se hubiera tocado tango o estuviesen relacionados con la historia del género, por lo cual ya es hora de dirigirse a otros barrios del sur porteño, como Parque Patricios. Pero ese… será otro callejeo.

 

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 136, noviembre de 2013

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2013/11/n-136-noviembre-de-2013.html