Andaba el cronista, en su último callejeo, recorriendo los cafés de San Cristóbal en los que floreció el tango en la primera década del siglo XX y comentaba que, simultáneamente, se había formado otro polo en La Boca alrededor del cruce de Suárez y Necochea. El sufrido lector que frecuenta esta columna recordará que en 2010 el cronista ya anduvo glosando la vida de este último barrio en los días del Centenario, pero para aquellos que han tenido la suerte de no conocerla pero que han caído en las garras de este pasquín, se hace necesario un pequeño racconto:
El Riachuelo fue el puerto natural de Buenos Aires desde los tiempos fundacionales, cuando los indios tenían la mala costumbre de pretender, vuelta a vuelta, almorzarse a algún conquistador. Pero su época de oro comenzó a partir de 1857, cuando se empezó a dragar sistemáticamente, y especialmente en los años en que el ingeniero Luis Huergo dirigió las “Obras del Riachuelo”, ampliando la Vuelta de Rocha hasta sus orillas actuales. Entre 1880 y la inauguración del Puerto Nuevo La Boca fue el “barrio marinero” de Buenos Aires, con un movimiento anual de miles de barcos mercantes y de pasajeros, poblado de astilleros, carpinterías y almacenes navales y, lo más importante, de gente de mar y río que allí se afincaron. Al comenzar el siglo XX era uno de los barrios más dinámicos y pujantes de la ciudad, con un movimiento comercial, bancario, cultural y social que, unido a su homogénea demografía -una abrumadora mayoría de italianos, mayoritariamente ligures- le daban una identidad única. Pero precisamente por su condición portuaria era frecuentado por personas de paso: marineros que permanecían ociosos mientras sus naves cargaban y descargaban o simplemente hombres solos que buscaban diversión o compañía femenina. Como decía el cronista en aquellos artículos, Buenos Aires registraba una gran desproporción entre ambos sexos debido a la inmigración. Los hombres solían viajar solos a probar fortuna hasta que más o menos se establecían y podían llamar a su familia, lo que favoreció el auge de la prostitución en la ciudad y sus alrededores, tanto en lenocinios declarados como, más discreta o encubiertamente, en otros lugares de esparcimiento como los cafés-concert y los cabarets.
Así pues no puede extrañarnos que ya por 1878 haya memoria del “bailetín del Palomar”, conocido también como “el baile de Tancredi” que abría sus puertas en la esquina sudeste de Suárez y Necochea, donde le sucedió el café El Molino. Cuenta el historiador Jorge Bossio en Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia (Buenos Aires, Plus Ultra, 1995) que “… El ingreso al salón era gratuito, pero el derecho al baile era cobrado a razón de cinco centavos la pieza, cobranza que ejecutaba el propio Tancredi, acompañado de un ostentoso trabuco, por si el bailarín se volvía remiso en el pago”. Bossio, siguiendo los dichos de Juan de Dios Filiberto a Antonio J. Bucich -el historiador por antonomasia del barrio- comenta que José Tancredi era un toscano proveniente de Ensenada que luego le compró a su padre una propiedad en Olavarría 287, adonde trasladó el bailongo, versión que sería coherente con otra que asegura que el padre de Filiberto fue largos años “regente” de dicho establecimiento. Acotemos que don Filiberti, que así era el apellido original, era conocido por el alias de Figurita -según algunos historiadores- por su habilidad en el baile, y por Mascarilla o Mascarita -según otros-, que el cronista supone debido a marcas de viruela, tal como medio siglo antes fue llamado el gobernador de Santa Fe, Juan Pablo López, por dicha razón.
Pero, como vemos, “lo de Tancredi” no era específicamente un café, sino un salón de baile en el que seguramente se expendían bebidas. Al filo del cambio de siglo le sucedieron, en esa esquina de Suárez y Necochea, verdaderos cafés con número musical como el Café La Marina de Suárez 275, donde actuaba en 1907 “el alemán” Arturo Bernstein con un trío improvisado. En 1908 le sucedió el legendario “tano” Genaro Espósito acompañado por “el tuerto” José Camarano en guitarra y Agustín Bardi en violín (sí señor, el primer instrumento de Bardi fue el violín, que luego cambió por el piano); tras un paso por un boliche de San Telmo, su barrio natal, Espósito volvió a La Marina en 1912 con Alcides Palavecino en violín y “el negro” Harold Phillips en el piano. Con respecto a Bernstein, al que no hay que confundir con su hermano Luis, el autor de El abrojito y de Don Goyo, refiere Juan Silbido que fue uno de los primeros músicos en tocar con partitura, en una época de orejeros, y cita una anécdota recordada por Carlos de la Púa: en cierta ocasión se trabó una calurosa polémica, en un grupo de músicos, sobre qué orquesta habían escuchado la noche anterior, si la de Bernstein o la de Spósito; Ernesto Ponzio, que escuchaba la discusión, falló con autoridad “Si los cosos tocaban con el papelito al frente, era la del Alemán; si se mandaban el repertorio al aire libre, era la del Tano”. Allá por el Centenario Bardi volvió a La Marina, ya al frente del piano, en un cuarteto que lideraba el bandoneonista Graciano De Leone (el de Tierra negra y El pillete) y completaban “el francés” Julio Doutry en violín e Ignacio Fuster en ¡violoncello!
Frente a La Marina, según Bossio, se alzaban el Café Edén -llamado también Café de la Turca-, donde actuaban los hermanos Vicente y Domingo Greco con Ricardo Gaudencio (el de El chupete) y el Café de Teodoro, donde habría actuado un joven Roberto Firpo. Es conocida la anécdota de que fue en un cafetín de La Boca donde, por un quítame allá esas pajas, Firpo fue marcado con un feite en la cara por su violinista, “el rengo” Ernesto Zambonini. Éste, que era de muy malas pulgas y peor bebida, no contento con el tajo se fue a su casa y escribió un tango, Recuerdos de Zambonini, al que Firpo contestó, con bastante sentido del humor y argumentando que había sido a traición, con otro: Mal pegador.
Por Necochea, por su parte, se alzaba el Café Concert de Benito Priano en el número 1224, mientras a su frente, en el 1221, estaba el Café Royal, más conocido por Café del Griego, donde debutó en 1908 Francisco Canaro aunque, en realidad, su primera actuación había sido en el pueblo de Ranchos, como parte de la gira obligada por pueblos del interior que hacían los músicos noveles en esos tiempos. En el Royal actuaba en un trío integrado por Samuel Castriota (Lita, o sea Mi noche triste) al piano y Vicente Loduca en bandoneón. Por allí se apareció una noche de 1909 un muchachito de Barracas, de sólo 17 años, que llamó la atención de la concurrencia por su pinta de cajetilla: pantalón bombilla de fantasía, traje a cuadritos de ribetes claros, sombrero requintado y guantes con los anillos puestos por encima. También portaba una jaula, como aún se llama al estuche del bandoneón y, al finalizar la actuación del trío, los músicos se acercaron a su mesa a conversar. Palabra va, palabra viene, alguien mencionó que el pibe había compuesto un tango, por lo que fue invitado a pelar el instrumento e interpretarlo; era Una noche de garufa y el éxito fue instantáneo entre la concurrencia, que lo obligó a repetirlo varias veces. Pronto el autor y su tango ocuparían su propio lugar -¡y qué lugar!- en los cafés con orquesta, pero ese… será otro callejeo.
por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo, Nº 135, octubre de 2013