Andaba el cronista, en su último callejeo, evocando «clandestinos» y algunos lugares de la mala vida porteña del Centenario como paso previo a recorrer los recreos de Palermo, sobre los que tanto se ha hablado y escrito, y estaba citando al mítico Hansen cuando se le acabó el espacio de la columna mensual. Pues bien, aprovechando el hiato y antes de volver a entrar en tema el cronista cree importante hacer algunas aclaraciones y salvedades: en primer lugar, es muy poco lo que sabemos fehacientemente de los famosos recreos de Palermo, llámense Hansen, El Velódromo, El Tambito, El Kioskito, etc. Como el cronista ha dicho en más de una oportunidad, la historia popular no suele dejar documentos y, generalmente, se basa en testimonios más o menos fehacientes, comprobables o creíbles. Por ejemplo la anécdota de la creación del tango La chiflada, de Juan Carlos Bazán, que más adelante comentaremos, la consigna Francisco García Jiménez en Así nacieron los tangos, y queda librado al rigor del investigador la confianza en su veracidad o credibilidad. Por otro lado, el tema del cabaret fue explotado hasta el hartazgo en letras de tango y, fundamentalmente, en el teatro por secciones de la década de 1920, creando una imagen que perduraría en el imaginario popular. Centenares de piezas teatrales lo tuvieron como escenario, lo cual es bastante comprensible pues permitía el entrecruzamiento de historias en un único decorado, así como la introducción de números musicales más o menos adecuados a las incidencias de la trama. Sigue leyendo
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De los «clandestinos» a Hansen
Anduvo el cronista recorriendo los recreos, salones, teatros y teatrillos que podrían considerarse antecedentes del cabaret en la medida en que, aparte de presentar números musicales o más o menos artísticos, también ofrecían un servicio de bebidas y comidas. Proponía, entonces, rumbear para el lado de Palermo, donde floreció una serie de locales similares entre fines del siglo XIX y la segunda década del XX que ha ingresado en la mitología de Buenos Aires. Sin embargo, sería injusto no mencionar antes algunos salones más reservados en los que se daban las mismas circunstancias y constituían lugares de sociabilidad, los llamados «clandestinos». Sí, estimado lector, no se escandalice… Esos establecimientos más o menos lupanarios eran también centros de reunión en los que se alternaba tanto con las damas como con amigos o conocidos con los que se cerraban negocios o tramaban artimañas políticas o electorales mientras un pianista o una orquestilla amenizaban la velada. Muchos personajes que ahora son próceres (y que no nombraremos porque tienen descendientes) los frecuentaron, como uno que existía en la calle Cerrito entre Cangallo y Bartolomé Mitre, en la manzana que se llevó la 9 de Julio, y tenía fama de ser el más lujoso de su tiempo. El destacado periodista Roberto Llanes evoca, en su libro Recuerdos de Buenos Aires (Cuadernos de Buenos Aires Nº XI; Buenos Aires, MCBA, 1959, p. 47 y ss.), estos salones: “Dentro del contorno céntrico cuyos límites hemos señalado (Bartolomé Mitre, Córdoba, Florida, Cerrito) eran en buen número las casas francesas que hospedaban exclusivamente a mujeres con más o menos filiación de artistas (…) Se nos ha quedado en la memoria, y como fundidas con lentitudes de repetidas brasas algunas numeraciones de aquellas casas en las cuales, no una, sino muchas veces, tuvimos ocasión de ver verdaderos banquetazos donde el desprendimiento de los adinerados muchachos porteños hacía ostentación en las repetidísimas botellas de champagne Pommery, Moët Chandon y otras marcas (…) Y varias de ellas continúan en su respectivo lugar: Bartolomé Mitre 754, frente al primitivo café de Los 36 Billares, finca que con los años ocuparía el Conservatorio Musical de don Alberto Williams; Cerrito 475 y 590; Esmeralda 334, 454 y 543; Carlos Pellegrini 573 y 690; Maipú 494; Cuyo 732; Lavalle 715; Suipacha 452 y Maipú 306 (…)”. Sigue leyendo
Del Salón de Recreo al Jardín Florida
Siguiendo el viejo refrán “año nuevo, vida nueva”, el cronista comenzó enero cumpliendo una promesa que venía efectuando durante los dos largos años en que callejeó por la mayoría de los cafés de tango que alguna vez fueron. Y para entrar en tema, en la nota de enero reseñó brevemente las razones de la aparición de los primeros establecimientos que se podrían considerar precursores o antepasados de los cabarets y demás peringundines que por cerca de medio siglo ocuparon un importante lugar en la vida porteña, remitiendo la glosa de los mismos a la presente entrega, por lo que aquí va:
El 22 de marzo de 1856 se inauguró en Buenos Aires el primer local de una especie hasta entonces desconocida en la “gran aldea”, el Salón de Recreo, en la entonces calle De Representantes casi Victoria (hoy Perú e Hipólito Yrigoyen), “puerta contigua al Club del Progreso”, como decía su propaganda. Según los testimonios, era un amplio espacio cuadrado decorado al gusto de la época en el que ofrecían conciertos músicos locales de renombres, como Federico Espinosa, Dalmiro Costa, Miguel Hines, etc., y algunos extranjeros de gira en el país. El repertorio… la música que hoy llamamos clásica y muchos pasajes de ópera, que los concurrentes disfrutaban cómodamente sentados y bien provistos de café o refrescos que se adquirían en un sector del local. Sigue leyendo
Los cafés y el tango
Andaba el cronista, en la entrega de julio, reseñando los cafés elegantes de principios del siglo XX y prometía, cerca del final, ocuparse de los cafés literarios que por esa época comenzaron a florecer en Buenos Aires. Pero repasando un poco sus archivos y la colección de Desde Boedo que piensa dejar para sus nietos cayó en la cuenta de que a lo largo de los años, desde 2010, había hablado largo y tendido tanto de La Helvética como del Aue’s Keller, de La Brasileña y de Los Inmortales (foto), del almacén de Piaggio y de varios otros tugurios de la cortada Carabelas donde sentaban sus reales Rubén Darío, Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, José González Castillo y tantos otros literatos de esos tiempos. Así pues, se dijo que en realidad, si quería seguir el hilo cronológico que venía desarrollando, le tocaba evocar los primeros cafés y establecimientos donde si bien no nació, se desarrolló el tango.
No es propósito del cronista terciar en la disputa sobre el lugar de nacimiento de ese género musical, en la que tanto se ha argumentado en favor de uno u otro barrio. Jorge Luis Borges, que para algunas cosas era muy sagaz, decía en su “Historia del Tango” incluida como apéndice de su Evaristo Carriego: “He conversado con José Saborido, autor de Felicia y de La Morocha, con Ernesto Poncio, autor de Don Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La viruta y La Tablada, con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación (…) Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana, Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile, los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín (…)”. Seguramente habría que incluir en esta nómina a los Corrales, pero lo cierto es que a fines del siglo XIX los lugares citados eran los arrabales de una ciudad que –citando la feliz frase de Chico Novarro– iba “creciendo a gritos”. La aparición del tranvía en 1871 interconectó esos suburbios entre sí y con el Centro, permitiendo a la población una movilidad hasta entonces desconocida en una ciudad aún ecuestre, en la que las victorias de alquiler no estaban al alcance de todos los bolsillos y que, por otra parte, dejaba mucho que desear en cuanto al estado de sus calles, aun en pleno Centro.
Con esta inopinada ayuda, el nuevo género pronto se extendió por los incipientes barrios y recaló en las “academias” o “cafés de camareras” de San Cristóbal –Solís y Estados Unidos, Solís y Comercio, Pozos e Independencia– y San Nicolás, por 25 de Mayo, por Maipú, por Viamonte (“la meretricia calle del Temple” que cita Borges), por las inmediaciones del Parque de Artillería y por la calle Paraná, donde existían lugares non sanctos en los cuales tocaban desde mediados de los años Ochenta el violinista Casimiro Alcorta –quien habría compuesto allá por 1884 el tango Cara sucia, cuyo título original es irreproducible, luego recopilado por Francisco Canaro–, el violinista y guitarrista Eusebio Aspiazú y el flautista Vicente Pecci; en los famosos cafetines de la Boca; en el Bajo de la Batería; en los “clandestinos”, como el de Laura, en Paraguay y Centro América (hoy Pueyrredón), el de María la Vasca Rangolla, en Carlos Calvo 2721 –donde el moreno Rosendo Mendizábal estrenó El entrerriano allá por 1897 o 1898–, o el de Concepción Amaya (Mamita), en Lavalle 2177, donde habría hecho lo propio en 1900 Ernesto Ponzio, el pibe Ernesto, con su inaugural Don Juan, compuesto hacia 1898.
Otro rumbo, algo más presentable, fue el de los “Portones” de Palermo: el Belvedere, El Tambito, El Quiosquito, el Pabellón de las rosas o el paradigmático Hansen (foto) que no eran propiamente cafés, sino cervecerías o restaurantes donde las patotas de “niños bien” se entreveraban con compadritos y pesados con resultados muchas veces sangrientos. Fue en El Tambito donde “Cielito” Traverso mató de una puñalada, en 1901, a Juan Carlos “Vidalita” Argerich, amigo de Jorge Newbery, por una cuestión ocasional, según algunos, pasional, otros, y ese enfrentamiento que refleja Celedonio Flores en los primeros versos de Corrientes y Esmeralda perduraría hasta bien entrada la segunda década del siglo. Acotemos que este “Cielito” Traverso era uno de los hermanos –Yiyo, Constancio, Félix y el nombrado– propietarios del café O’Rondeman de Humahuaca y Agüero, frecuentado por el joven Carlos Gardel y que eran los caudillos roquistas del Abasto, como hemos relatado en el número de diciembre de 2012 de esta columna.
Algo alejados de estas turbulencias, florecían por la misma época, por el Centro y aledaños, asociaciones de inmigrantes, que además de su objetivo primordial de “socorros mutuos” también organizaban bailes y otras actividades recreativas. Para ceñirnos solamente al Centro citaremos la Societá Colonia Italiana de Socorros Mutuos, de Paraná 555; la Societá Lago di Como, de Cangallo 1756; la Sociedad Filantrópica Suiza, de Rodríguez Peña 254; la Societá L’Operaio Italiano, de Cuyo (hoy Sarmiento) 1374, con sucursal en Andes (hoy José Evaristo Uriburu) 1240; la sociedad Federal Suiza, de Florida 753; el Centro Eslava, de Suipacha 441; Unione e Benevolenza, de Cangallo 1358; la Sociedad La Argentina, de Rodríguez Peña 361 y el mítico Salón San Martín, de la misma calle al 344, que fuera conocido como “el Rodríguez Peña” y al que Vicente Greco dedicó en 1911 su famoso tango homónimo. Sobre el salón Rodríguez Peña refiere García Jiménez en Así nacieron los tangos que “(…) competía entonces, con ventaja, en cuanto a la afición tanguista con otros de asociaciones mutualistas constituidas por honestos súbditos de Víctor Manuel II y Alfonso XIII (…) Éstos se arrendaban a la heterogénea clase media del tango, en noches de entre semana o domingos a la tarde, porque los sábados estaban dedicados a las propias fiestas de las colectividades (…) Reinaba allí el tango sin cortapisas. El lugar era algo así como un término divisorio entre el remoto piringundín de La Tucumana, alumbrado a querosene y con el arroyo Maldonado atrás, y la coqueta casa de madame Jeanne, en la calle Maipú al norte, con moblaje Luis XV y cortinados de seda (…)”.
El lector disculpará la larga parrafada pero al cronista le parecía necesaria para delimitar la cuestión porque todos los lugares nombrados eran, fundamentalmente, lugares de baile, de sociabilidad y también de transacciones amorosas; pero el café con palco u orquesta que estaba naciendo por la misma época era otra cosa. Allí no iban los hombres a bailar, sino a escuchar tangos, a poner los cinco sentidos (y quizás algunos más) en la música que los conmovía, y con la que se sentían identificados, en un rito silente en la cual los músicos oficiaban un culto destinado a configurar la identidad de Buenos Aires y de los porteños. Así pues el cronista comenzará a reseñar los primeros cafés donde fue creciendo el tango, pero eso deberá ser… en el próximo callejeo.
por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 133, agosto de 2013