Café La Paloma

pza--italiaa-portonesAndaba el mes pasado, el cronista callejero, recorriendo los antiguos cafés de tango del barrio de Palermo y, sobre el cierre, rumbeaba para el lado de la Estación Palermo, que siempre hemos conocido como “Pacífico” como contracción de “Ferrocarril al Pacífico”, nombre original de la línea San Martín. El arroyo Maldonado, por entonces a cielo abierto, había sido límite de la Capital y, en las primeras décadas del siglo XX, era aproximadamente el de dicho barrio. Hacia el norte, para el lado de Belgrano, todavía existían algunas quintas y, entre la actual Luis María Campos y el bajo del río, se extendía el barrio de “Las Cañitas”, de dudosa reputación; hacia el sur, los Portones de Palermo y las atracciones populares del Zoológico y el Botánico; casi frente a la Estación, los cuarteles del Ejército completaban el paisaje de la zona. Y como en todo cruce de caminos, o lugar donde hubiera cuarteles, mataderos, fábricas o cualquier otro punto de concentración masculina, cafés y peringundines varios donde satisfacer necesidades tanto del alma como del cuerpo. No tenemos mucho registro de esos establecimientos, por razones obvias en el caso de los menos sanctos, pero algunos han quedado en la memoria como el café El Pino, en la bifurcación de Luis María Campos y Santa Fe, citado por Jorge Bossio en su obra que tanto hemos citado (Los cafés de Buenos Aires: Reportaje a la nostalgia), donde habría incursionado Juan “Pacho” Maglio en los primeros años del siglo.

Eduardo Moreno, poeta y periodista que ya hemos evocado en su condición de palermitano y autor de los versos de Recuerdo, concedió en 1993 un reportaje a Néstor Pinsón en el que daba algunos datos sobre el tema que nos ocupa (puede consultarse en el sitio web Todo Tango: http://www.todotango.com/spanish/biblioteca/cronicas/emoreno.asp):

Soy de Palermo, viví de pibe en Santa Fe al 4900. No tenía más de 11 años cuando me tomé la costumbre de saltar la pared de mi casa que daba a la calle y cruzarme al café ‘Agua Sucia’, que estaba enfrente. En realidad no tenía nombre, pero lo llamaban así porque para llegar había que transitar un trecho entre Santa Fe y Cañitas (hoy Avenida Luis María Campos) que era un extenso barrizal. Estaba muy bien instalado y por aquel tiempo se presentaba el cuarteto de Juan Pedro Castillo que recién comenzaba. Yo me quedaba mirando y me llamaba la atención que se anotara en una pizarrita el título del tema a ejecutar. Ya de pantalones largos frecuenté el café ‘La Paloma’ que estaba en Santa Fe y el arroyo Maldonado (…) Por allí desfilaron los conjuntos de Bardi, de Vicente Greco, por poco tiempo, Roberto Firpo… también Maglio, claro.”

Es muy probable que el citado café “Agua Sucia” no sea otro que el que Bossio cita como “El Pino”, pero más nos interesa en este testimonio la aparición de Juan Pedro Castillo, un violinista, mandolinista y compositor poco recordado que, sin embargo, actuó en numerosas orquestas, en la mayoría de los cafés y cabarets de la época de oro del tango y, dato sensible para los que habitamos los barrios del sur, en el Teatro Boedo y en el Café de Benigno. Nacido en 1899, fue autodidacta aunque tomó lecciones con David “Tito” Roccatagliata (el de Elegante papirusa), otro personaje clave de nuestra historia, y en 1920 debió hacer el servicio militar precisamente en Palermo, donde tuvo por compañero a un muchacho algo mayor, nacido en 1896, llamado Juan Carlos Cobián. Parece que éste, que no era muy afecto a formalidades ni disciplinas, decidió por su cuenta no presentarse a la milicia cuando correspondía, en 1916, por lo que al aparecer tan campante en 1920 fue considerado desertor y recargado en el servicio. Dice también la historia, o la leyenda, que su rebeldía lo llevó a pasar la mayor del tiempo arrestado, circunstancia en la que habría compuesto A pan y agua y que Castillo, que hacía changas con su violín en los cafés de la zona, lo habría estrenado con su cuarteto en el café La Paloma de Santa Fe 4702-30. Por entonces, La Paloma ya tenía larga fama como lugar de tango; por el Centenario, “Pacho” Maglio reinaba en su palco con un cuarteto que completaban José “Pepino” Bonano en violín, Carlos “Hernani” Macchi en flauta y Luis Suárez al piano, ganando la increíble suma de tres pesos por noche. Dos anécdotas referidas por Jorge Bossio nos pintan el ambiente del lugar: Pacho se quejó en reiteradas oportunidades por las ratas que circulaban a sus anchas por todo el local, seguramente debido a que el café se encontraba prácticamente sobre el lecho del arroyo, y el comisario e historiador Francisco L. Romay, que por entonces era jefe de la seccional, debió ingresar más de una vez a caballo para sosegar a los parroquianos.

a-pan-y-agua-tango-1-s200Lo cierto es que A pan y agua no tuvo gran repercusión en sus principios, y recibió una letra del joven Enrique Cadícamo que más valdría olvidar, pero que la honestidad del cronista lo lleva a consignar; es la vieja historia del pobre tipo al que la mujer engaña, mata al rival y desde la prisión se lamenta: “Ya no creo en el amor…/ Ya no creo en la mujer…/ Todas ellas son hermanas/ del engaño y del fugaz placer./ Ya no tengo la ilusión/ de salir en libertad,/ a pan y agua con mis penas/ mi dolor me acompañará”. En la segunda estrofa, como es de rigor, le echa en cara a la mujer su mala acción: “Madre del pebete nuestro, ¿cuál fue la razón cobarde/ para que en aquella tarde/ enlodaras nuestro hogar?” Ahora bien, parece que la percanta se arrepintió de la fulería y lo iba a visitar al presidio, pero un día que “como siempre esperaba su visita cariñosa”, “llegó el pibe a visitarme/ con sus ojitos más tristes,/ y al besarlo dijo: ¿Viste…?/ Mamita se fue otra vez.” Un horror publicado por Ricordi, en fin, qué quiere que le diga.

Allá por 1940 a Cadícamo se le ocurrió, como ya hemos comentado, ponerle letra a viejos tangos que no la tenían o reemplazar las de otros, propios o ajenos. Por ejemplo, tomó De flor en flor, compuesto en 1924 por Eduardo Bonessi con letra de Domingo Gallicchio (recordamos las grabaciones de Gardel y de Alberto Marino) y lo convirtió en Desvelo, aquel gran éxito de Alberto Morán. Y, quizá renegando de sus espantosos ripios juveniles, escribió nuevos versos para A pan y agua, que ahora sí fue un suceso en la voz de Ángel Vargas y llevó a la leyenda al café que nos ocupa: “Café La Paloma:/ por tu veredón en las noches brumosas/ se pasean las sombras de Tito,/ Arolas y Bardi./ Desde el pasado remoto, desde el recuerdo,/ llegan las notas del pintoresco trío/ de aquellos bohemios del tango…”. Y aquellos “bohemios del tango” son, precisamente, el trío que Eduardo Arolas formara hacia 1912 con el “chino” Bardi al piano y Tito Roccatagliata en el violín y que luego transformó en cuarteto, permaneciendo Tito al violín e incorporándose el flautista José Gregorio Astudillo y Emilio Fernández en la guitarra de nueve cuerdas.

Al cronista le gustaría, alguna vez, hacer una nota sobre la desdichada vida de Roccatagliata, para muchos el primer violín magistral del tango, que falleció muy joven malogrado por el alcohol y la droga. Pero tiene que seguir escribiendo sobre cafés y, tras consignar que La Paloma terminó, como tantos, transformado en pizzería y en la actualidad, si la memoria no le falla, en colchonería, allá se va rumbo al Centro, previo paso por el Abasto, chiflando bajito A pan y agua.

 

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 140, marzo de 2014

http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2014/03/n-140-marzo-de-2014.html

 

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Los cafés y el tango

cafe- inmortalesAndaba el cronista, en la entrega de julio, reseñando los cafés elegantes de principios del siglo XX y prometía, cerca del final, ocuparse de los cafés literarios que por esa época comenzaron a florecer en Buenos Aires. Pero repasando un poco sus archivos y la colección de Desde Boedo que piensa dejar para sus nietos cayó en la cuenta de que a lo largo de los años, desde 2010, había hablado largo y tendido tanto de La Helvética como del Aue’s Keller, de La Brasileña y de Los Inmortales (foto), del almacén de Piaggio y de varios otros tugurios de la cortada Carabelas donde sentaban sus reales Rubén Darío, Florencio Sánchez, Evaristo Carriego, José González Castillo y tantos otros literatos de esos tiempos. Así pues, se dijo que en realidad, si quería seguir el hilo cronológico que venía desarrollando, le tocaba evocar los primeros cafés y establecimientos donde si bien no nació, se desarrolló el tango.

No es propósito del cronista terciar en la disputa sobre el lugar de nacimiento de ese género musical, en la que tanto se ha argumentado en favor de uno u otro barrio. Jorge Luis Borges, que para algunas cosas era muy sagaz, decía en su “Historia del Tango” incluida como apéndice de su Evaristo Carriego: He conversado con José Saborido, autor de Felicia y de La Morocha, con Ernesto Poncio, autor de Don Juan, con los hermanos de Vicente Greco, autor de La viruta y La Tablada, con Nicolás Paredes, caudillo que fue de Palermo, y con algún payador de su relación (…) Interrogados sobre la procedencia del tango, la topografía y aun la geografía de sus informes era singularmente diversa: Saborido (que era oriental) prefirió una cuna montevideana, Poncio (que era del barrio del Retiro) optó por Buenos Aires y por su barrio; los porteños del Sur invocaron la calle Chile, los del Norte, la meretricia calle del Temple o la calle Junín (…)”. Seguramente habría que incluir en esta nómina a los Corrales, pero lo cierto es que a fines del siglo XIX los lugares citados eran los arrabales de una ciudad que –citando la feliz frase de Chico Novarro– iba “creciendo a gritos”. La aparición del tranvía en 1871 interconectó esos suburbios entre sí y con el Centro, permitiendo a la población una movilidad hasta entonces desconocida en una ciudad aún ecuestre, en la que las victorias de alquiler no estaban al alcance de todos los bolsillos y que, por otra parte, dejaba mucho que desear en cuanto al estado de sus calles, aun en pleno Centro.

Con esta inopinada ayuda, el nuevo género pronto se extendió por los incipientes barrios y recaló en las “academias” o “cafés de camareras” de San Cristóbal –Solís y Estados Unidos, Solís y Comercio, Pozos e Independencia– y San Nicolás, por 25 de Mayo, por Maipú, por Viamonte (“la meretricia calle del Temple” que cita Borges), por las inmediaciones del Parque de Artillería y por la calle Paraná, donde existían lugares non sanctos en los cuales tocaban desde mediados de los años Ochenta el violinista Casimiro Alcorta –quien habría compuesto allá por 1884 el tango Cara sucia, cuyo título original es irreproducible, luego recopilado por Francisco Canaro–, el violinista y guitarrista Eusebio Aspiazú y el flautista Vicente Pecci; en los famosos cafetines de la Boca; en el Bajo de la Batería; en los “clandestinos”, como el de Laura, en Paraguay y Centro América (hoy Pueyrredón), el de María la Vasca Rangolla, en Carlos Calvo 2721 –donde el moreno Rosendo Mendizábal estrenó El entrerriano allá por 1897 o 1898–, o el de Concepción Amaya (Mamita), en Lavalle 2177, donde habría hecho lo propio en 1900 Ernesto Ponzio, el pibe Ernesto, con su inaugural Don Juan, compuesto hacia 1898.

Cafe_de_HansenOtro rumbo, algo más presentable, fue el de los “Portones” de Palermo: el Belvedere, El Tambito, El Quiosquito, el Pabellón de las rosas o el paradigmático Hansen (foto) que no eran propiamente cafés, sino cervecerías o restaurantes donde las patotas de “niños bien” se entreveraban con compadritos y pesados con resultados muchas veces sangrientos. Fue en El Tambito donde “Cielito” Traverso mató de una puñalada, en 1901, a Juan Carlos “Vidalita” Argerich, amigo de Jorge Newbery, por una cuestión ocasional, según algunos, pasional, otros, y ese enfrentamiento que refleja Celedonio Flores en los primeros versos de Corrientes y Esmeralda perduraría hasta bien entrada la segunda década del siglo. Acotemos que este “Cielito” Traverso era uno de los hermanos –Yiyo, Constancio, Félix y el nombrado– propietarios del café O’Rondeman de Humahuaca y Agüero, frecuentado por el joven Carlos Gardel y que eran los caudillos roquistas del Abasto, como hemos relatado en el número de diciembre de 2012 de esta columna.

Algo alejados de estas turbulencias, florecían por la misma época, por el Centro y aledaños, asociaciones de inmigrantes, que además de su objetivo primordial de “socorros mutuos” también organizaban bailes y otras actividades recreativas. Para ceñirnos solamente al Centro citaremos la Societá Colonia Italiana de Socorros Mutuos, de Paraná 555; la Societá Lago di Como, de Cangallo 1756; la Sociedad Filantrópica Suiza, de Rodríguez Peña 254; la Societá L’Operaio Italiano, de Cuyo (hoy Sarmiento) 1374, con sucursal en Andes (hoy José Evaristo Uriburu) 1240; la sociedad Federal Suiza, de Florida 753; el Centro Eslava, de Suipacha 441; Codigos_BaileUnione e Benevolenza, de Cangallo 1358; la Sociedad La Argentina, de Rodríguez Peña 361 y el mítico Salón San Martín, de la misma calle al 344, que fuera conocido como “el Rodríguez Peña” y al que Vicente Greco dedicó en 1911 su famoso tango homónimo. Sobre el salón Rodríguez Peña refiere García Jiménez en Así nacieron los tangos que “(…) competía entonces, con ventaja, en cuanto a la afición tanguista con otros de asociaciones mutualistas constituidas por honestos súbditos de Víctor Manuel II y Alfonso XIII (…) Éstos se arrendaban a la heterogénea clase media del tango, en noches de entre semana o domingos a la tarde, porque los sábados estaban dedicados a las propias fiestas de las colectividades (…) Reinaba allí el tango sin cortapisas. El lugar era algo así como un término divisorio entre el remoto piringundín de La Tucumana, alumbrado a querosene y con el arroyo Maldonado atrás, y la coqueta casa de madame Jeanne, en la calle Maipú al norte, con moblaje Luis XV y cortinados de seda (…)”.

El lector disculpará la larga parrafada pero al cronista le parecía necesaria para delimitar la cuestión porque todos los lugares nombrados eran, fundamentalmente, lugares de baile, de sociabilidad y también de transacciones amorosas; pero el café con palco u orquesta que estaba naciendo por la misma época era otra cosa. Allí no iban los hombres a bailar, sino a escuchar tangos, a poner los cinco sentidos (y quizás algunos más) en la música que los conmovía, y con la que se sentían identificados, en un rito silente en la cual los músicos oficiaban un culto destinado a configurar la identidad de Buenos Aires y de los porteños. Así pues el cronista comenzará a reseñar los primeros cafés donde fue creciendo el tango, pero eso deberá ser… en el próximo callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

 

Publicado en el periódico Desde Boedo, Año XII, Nº 133, agosto de 2013

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