De los «clandestinos» a Hansen

Av. de Mayo entre Bolivar y Perú_1936 coppola

Ph: Horacio Coppola

Anduvo el cronista recorriendo los recreos, salones, teatros y teatrillos que podrían considerarse antecedentes del cabaret en la medida en que, aparte de presentar números musicales o más o menos artísticos, también ofrecían un servicio de bebidas y comidas. Proponía, entonces, rumbear para el lado de Palermo, donde floreció una serie de locales similares entre fines del siglo XIX y la segunda década del XX que ha ingresado en la mitología de Buenos Aires. Sin embargo, sería injusto no mencionar antes algunos salones más reservados en los que se daban las mismas circunstancias y constituían lugares de sociabilidad, los llamados «clandestinos». Sí, estimado lector, no se escandalice… Esos establecimientos más o menos lupanarios eran también centros de reunión en los que se alternaba tanto con las damas como con amigos o conocidos con los que se cerraban negocios o tramaban artimañas políticas o electorales mientras un pianista o una orquestilla amenizaban la velada. Muchos personajes que ahora son próceres (y que no nombraremos porque tienen descendientes) los frecuentaron, como uno que existía en la calle Cerrito entre Cangallo y Bartolomé Mitre, en la manzana que se llevó la 9 de Julio, y tenía fama de ser el más lujoso de su tiempo. El destacado periodista Roberto Llanes evoca, en su libro Recuerdos  de Buenos Aires (Cuadernos de Buenos Aires Nº XI; Buenos Aires, MCBA, 1959, p. 47 y ss.), estos salones: “Dentro del contorno céntrico cuyos límites hemos señalado (Bartolomé Mitre, Córdoba, Florida, Cerrito) eran en buen número las casas francesas que hospedaban exclusivamente a mujeres con más o menos filiación de artistas (…) Se nos ha quedado en la memoria, y como fundidas con lentitudes de repetidas brasas algunas numeraciones de aquellas casas en las cuales, no una, sino muchas veces, tuvimos ocasión de ver verdaderos banquetazos donde el desprendimiento de los adinerados muchachos porteños hacía ostentación en las repetidísimas botellas de champagne Pommery, Moët Chandon y otras marcas (…) Y varias de ellas continúan en su respectivo lugar: Bartolomé Mitre 754, frente al primitivo café de Los 36 Billares, finca que con los años ocuparía el Conservatorio Musical de don Alberto Williams; Cerrito 475 y 590; Esmeralda 334, 454 y 543; Carlos Pellegrini 573 y 690; Maipú 494; Cuyo 732; Lavalle 715; Suipacha 452 y Maipú 306 (…)”.

Y tras la sabrosa cita, el cronista deja constancia de que no se ha apartado del tema de su callejeo que son los cabarets, sino que sigue glosando antecedentes no sólo en cuanto a lugares sino también al espíritu que los animaría: mezcla de farra, gastronomía y comercio carnal más o menos encubierto, el todo enmarcado en los compases de un tango. Por eso, no ha hecho mención de otros destacados establecimientos céntricos, algunos de gran lujo, cuyo rubro era la prostitución sin atenuantes: la Gigolette y la Waleska, especializados en pupilas francesas el primero y polacas el segundo; Las Aguas Corrientes, así bautizado por hallarse frente al entonces flamante edificio de Obras Sanitarias de la avenida Córdoba, o El Ascensor de Cangallo casi Callao, el único que contaba con uno de esos artefactos para evitar al cliente fatigas prematuras. No señor, el cronista se refiere a «clandestinos» decentes como el “de Laura”, en Paraguay y Centro América (hoy Pueyrredón), o el de María la Vasca Rangolla, en Carlos Calvo 2721, donde Rosendo Mendizábal estrenó El entrerriano allá por 1897 o 1898 y unos años más tarde Manuel Campoamor hacía lo propio con La c… de la l… En Lavalle 2177 se alzaba, por la misma época, la casa de Concepción Amaya, llamada Mamita, donde según algunos autores Ernesto el pibe Ponzio compuso Don Juan hacia 1898 y en diferentes momentos también actuaron Ángel Villoldo, Luis Teisseire y Sergio Mendizábal, pianista, guitarrista y hermano del mencionado Rosendo.

Tras saldar esta deuda de honor con estos «clandestinos» que quedaron inscriptos en la historia del tango, el cronista debe ahora rumbear, como decía al principio, para los bosques de Palermo. Como es sabido la creación de este enorme espacio verde, hoy tan raleado por la ocupación más o menos legal de numerosas entidades privadas, fue una de las tantas «ideas locas» de Sarmiento, que quería formar en Buenos Aires una quinta de experimentación agronómica como la existente en Santiago de Chile y mediante la ley 658, de 1874, creó el Parque 3 de febrero. Ya presidente Nicolás Avellaneda, éste formó una comisión presidida por el propio Sarmiento con el propósito de parquizarlo, abrir calles y formar los jardines zoológico y botánico. Para esta tarea se contrató al arquitecto belga Jules Dormal, quien diseñó la actual avenida Sarmiento, originalmente forestada con palmeras y luego con plátanos, y construyó los «Portones» que constituyeron un ícono de la ciudad de aquellos tiempos, demolidos en la década de 1910 pero que dejarían huella en la memoria popular: «Una noche allá en Portones/ me salvaron de la muerte,/ nunca faltan encontrones/ cuando un pobre se divierte» (Tres amigos, letra y música de Enrique Cadícamo). Acotemos (al cronista le gusta mucho acotar) que a este Dormal le debemos muchas y notables obras arquitectónicas como la Casa de Gobierno de La Plata, la primitiva estación ferroviaria de Mar del Plata que hasta hace poco fungió como terminal de micros y está siendo restaurada, la finalización de las obras y las fachadas del Congreso Nacional y el Teatro Colón, el monumento a San Martín sito en la Catedral porteña e incontables obras privadas, muchas de ellas demolidas como el Palacio Pereda y algunas en pie, como la Sociedad Rural de la calle Florida y el edificio adyacente en cuya planta baja funcionaba hasta hace poco la Confitería Richmond.

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Parque 3 de febrero, Palermo.

Estaba todavía en formación el Parque en mayo de 1877 cuando el alemán Juan Hansen solicitó a la Comisión antes mencionada permiso para alquilar un local existente en la esquina sudeste de las actuales avenidas Sarmiento y Figueroa Alcorta para abrir un restaurante. En sus primeros tiempos cumplió con su misión comercial atendiendo a un público que variaba según los horarios: familias que concurrían con su prole a respirar aire puro, según los preceptos higienistas de la época, y tomar leche al pie de la vaca en el tambo que Carlos Casares había abierto en la actual Adolfo Berro; jinetes y más tarde ciclistas, paseantes en carruajes y parejas o grupos que al anochecer acudían a cenar. No perdamos de vista que Palermo, hasta fines del siglo XIX, era uno de los puntos más alejados de la ciudad, con una barriada que recién comenzaba a formarse y con la proximidad del Maldonado y el barrio «las cañitas» al norte y el tampoco muy recomendable barrio de «la Tierra del Fuego», alrededor de la Penitenciaría Nacional, al sur. El alemán Hansen explotó el local hasta su fallecimiento en 1892, ocupándose entonces del mismo Anselmo Tarana, por cuyo nombre también se lo conoció, y finalmente fue regenteado por la firma Giardini y Payot, que lo rebautizó como Restaurant Palermo hasta que el intendente Joaquín de Anchorena lo hizo demoler en 1912 para ampliar los accesos al Velódromo.

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Lo de Hansen, Palermo.

Como todo recreo, el primigenio Hansen solía amenizar las veladas con música, pequeños conjuntos que interpretaban música ligera de origen europeo, pero la creciente popularidad del tango seguramente lo llevó a ampliar el repertorio y allí fue el joven Ernesto Ponzio, que andaba tocando por los peringundines del bajo de Palermo junto a Juan Carlos Bazán y Luis Teisseire. Pasado el 1900 ya existían en la zona otros concurridos recreos que también quisieron contar con la novedad y comenzaron a competir para atraer al público… Pero ese… será otro callejeo.

por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)

mandinga.ruiz@gmail.com

Publicado en el periódico Desde Boedo N° 154, mayo 2015

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