Andaba el cronista callejero recorriendo cafés de tango de la avenida Corrientes cuando se le cruzó un viejo diario con una noticia que si bien era una digresión, el asesinato de Jean Jaurés, no pudo pasar por alto dado que se había cometido precisamente en un café. Así pues, hizo un alto en el camino para glosar la efemérides y ahora retoma su camino hacia el Oeste por esa calle de la que se decía que “nunca duerme”. El tramo que va de Cerrito a Callao fue, entre las décadas de 1920 y 1950, algo así como el Olimpo del tango, por no decir “la Meca” que además de muy trillado hoy puede ser medio peligroso dada la situación internacional. En esas cuadras se concentraban gran cantidad de cafés con orquesta, cabarets, teatros y cines con una permanente afluencia de público dispuesto a escuchar y bailar tango o a presenciar obras y películas en que el género desempeñaba un papel primordial. Sigue leyendo
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Cafés del centro/2 – La calle Corrientes
El cronista comenzó, en el último número, su callejeo cafeteril por Corrientes y al llegar al cruce con Carlos Pellegrini advertía al sufrido lector que la siguiente era una zona de contrastes. Cuando “la calle que nunca duerme” aún era angosta y no se habían abierto la 9 de Julio y las diagonales, en la esquina noroeste de dicho cruce se alzaba la antigua iglesia de San Nicolás de Bari. Con frente a Pellegrini, donde una pequeña plazoleta oficiaba de atrio, su nave se extendía 39 metros a lo largo de Corrientes, pero el terreno tenía tan sólo ocho metros de ancho -un lote común de diez varas- por lo que sólo contaba con una nave corrida y dos capillas laterales; en fin, que era un edificio modesto, como los que se construyeron en el siglo XVIII. Recién en 1881 se había pavimentado su atrio y, en 1903, los arquitectos Arturo Prims y Mariano Cardoso habían reformado su fachada, elevado su torre y mejorado su decoración interna. Por eso es que si el amable lector busca fotos del templo -en Internet, en algún archivo fotográfico o en algún cajón del abuelito- se va a encontrar con dos fachadas bastante distintas… Sigue leyendo
Cafés de tango en la Avenida de Mayo
El cronista callejero viene haciendo una ronda por los cafés de tango de Buenos Aires y, tras recorrer Palermo y Balvanera, se dirige ahora al Centro, a esa calle Corrientes que nunca dormía y fue la ceca y la meca de la vida cultural porteña, pero antes prometió darse una vueltita por la Avenida de Mayo. El cronista ya ha comentado, en una serie de artículos publicados en 2010, que en las primeras décadas del siglo la Avenida era un centro de la vida teatral y social, con predominio -es claro- de las expresiones de origen español: ahí estaban, en unas pocas cuadras, por la propia avenida o por Victoria (actual Hipólito Yrigoyen), el Teatro Victoria, el Alcázar, el Onrubia, el Teatro de Mayo y el “de la Avenida” -que inauguraron en 1908 María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza-, el Moderno y el Goldoni, que como Teatro Liceo es la más antigua sala teatral de la ciudad. A la salida de las funciones, restaurantes y cafés permitían cerrar amablemente la velada y, en algunos de ellos, se podían escuchar buenos tangos.
Como el cronista se bajó del tramway en la Plaza de Mayo, tuvo que desandar unas cuadras para llegar al primero de su recorrida, el Café Gaulois, en el 899 de la Avenida y en el que a fines de la década de 1910 tocaba la orquesta de Ricardo Luis Brignolo, recordado por Chiqué. Según refieren los hermanos Héctor y Luis Bates en su clásica Historia del tango, por allí se acercó un jovencito que había dado sus primeros pasos con Eduardo Arolas y andaba buscando trabajo pues el padre, un tano severo que había sido director del conservatorio de la Scala de Milán, lo había echado de la casa al saber que andaba tocando tangos. El pibe se llamaba Julio De Caro y, en vista de sus condiciones, fue aceptado por Brignolo que no se equivocó, pues al poco tiempo estrenaba en dicho café Mala junta, joya primigenia del violinista. Unos años después, el café fue adquirido por un señor Carlos Marinoni que le cambió el nombre, pasando a ser Bar Central.
A sólo una cuadra, al llegar al 999 en el cruce con Bernardo de Irigoyen, se alzaba otro café por el que anduvo -¡cuándo no!- Juan Pacho Maglio ganándose los garbanzos, el Gran Café Colón. Según cuentan, su dueño era un catalán anarquista y, seguramente por afinidad ideológica, era frecuentado por los integrantes de la redacción de La Protesta, el legendario periódico ácrata. Según refiere Jorge Bossio -a quien tantas veces ha citado el cronista como a una especie de Virgilio particular en esto de recorrer cafés- en una oportunidad la caja del periódico se quedó sin una rupia y, para arrimar los fondos necesarios, los mozos del establecimiento realizaron una colecta que permitió continuar con la publicación… ¡Esos eran mozos, caramba! La cuestión es que la gran importancia que tiene este café para la historia del tango es que en su sala se produjo el debut del sexteto de Julio De Caro, aquel pibe que mencionábamos y que con esta formación decretaba el comienzo de la Guardia Nueva.
Pero paremos un poco el carro, que vamos en pendiente, y repasemos cómo fue esta historia. Después de tocar con Brignolo, De Caro participó en las formaciones del bandoneonista José María Rizzuti, Osvaldo Fresedo, Enrique Delfino y Minotto Di Cicco, hasta ingresar en el sexteto que dirigía Juan Carlos Cobián, que formaba con Luis Petrucelli y Pedro Maffia en bandoneones, Agesilao Ferrazzano y De Caro en violines, Humberto Constanzo en contrabajo y el propio Cobián en el piano. Esta agrupación tuvo un enorme éxito en 1923 en el aristocrático club Abdullah, en el subsuelo de la Galería Güemes, que hoy es el Centro Piazzolla Tango, y los muchachos se conocían bastante porque se habían cruzado en diferentes formaciones que encabezaban uno u otro. Pero un buen día Cobián decidió marcharse a los Estados Unidos y la barra quedó en banda, por lo que el joven De Caro, de sólo 24 años, decidió ponerse el grupo al hombro y organizó el nuevo sexteto, en el que su hermano Emilio reemplazó a Ferrazzano, Leopoldo Thompson a Constanzo y, para dejar todo en familia, su otro hermano Francisco a Cobián. Parece que entraron con un sueldo de 35 pesos mensuales, que no era mucho, pero al poco tiempo la casa Víctor los contrató para grabaciones y empezaron a echar buena; en el primer disco de pasta registraron Todo corazón y Pobre Margot, ambos del director del grupo. El sexteto sufrió otros cambios, hasta su extinción en 1934, ingresando en distintos momentos los bandoneonistas Pedro Laurenz y Armando Blasco, los contrabajistas Enrique Krauss y Vicente Sciarreta y la particularidad de que, para las grabaciones, Emilio De Caro fue reemplazado por Manlio Francia.
Siguiendo con nuestro callejeo, encontramos el café Centenario que, hacia 1910, era un elegante punto de reunión donde las familias -especialmente españolas- concurrían a tomar el té, mientras un joven engominado con raya al medio ejecutaba al piano piezas de música clásica, valses, czardas y otros perendengues que daban un aire distinguido al establecimiento ubicado frente al solar donde luego se erigió el Barolo. Pero resulta que el émulo de Chopin no era otro que Roberto Firpo, que un día tuvo la idea de proponerle al dueño incorporar un bandoneón como acompañamiento; el músico de marras era un muchacho que, para parar la olla, trabajaba en la Fundición Vasena pero se había hecho tiempo para estudiar con Alfredo Bevilacqua, se llamaba Juan Bautista Deambroggio y lo llamaban Bachicha. Según refirió años más tarde a Francisco García Jiménez el propio Firpo, el problema fue que, atraídos por la música, empezaron a frecuentar el local otros muchachos de malos modales que pedían los tangos a gritos, llamaban a los mozos con apodos indecorosos como Taka Taka –mote que le endilgaron a un mozo japonés- y otras inconveniencias, por lo que las severas familias empezaron a ralear y el patrón les sugirió que se fueran con la música a otra parte. Bachicha metió el bandoneón en la jaula y Firpo agarró las partituras, porque lógicamente el piano no se lo podía llevar, y rumbearon a la otra cuadra, al café La castellana que abría sus puertas en el 1141 de la Avenida y se extendía hasta Lima. Y mire usted, querido lector, luego actuaron -los dos solitos- nada menos que en el Armenonville y el Palais de Glace, o sea que también echaron buena… Firpo siguió su rutilante carrera y Bachicha se fue a París, donde junto a Manuel Pizarro, Genaro Espósito y Eduardo Bianco representó al tangó hasta su muerte en 1963.
Después de este pequeño rodeo, el cronista debe ahora cumplir con su palabra y dirigirse a la calle Corrientes, donde lo espera la más increíble concentración de cafés de tango que haya tenido Buenos Aires. Pero ese… será otro callejeo.
por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 142, mayo de 2014
De Palermo a Balvanera
Andaba el cronista, durante su último callejeo allá por los Portones de Palermo, evocando al viejo café La Paloma que, como tantos, ya es sólo parte de la memoria de Buenos Aires y, siguiendo su periplo, prometió rumbear para el Centro, no si hacer algunas escalas necesarias en su gira por aquellos cafés y afines que fueron cuna y hogar del tango. Una parada obligada es el antiguo barrio de Balvanera, que incluye los sub-barrios del Abasto, Once y Congreso, aunque para el imaginario popular dichas denominaciones tengan más fuerza identitaria que la fría letra de las Ordenanzas municipales. El cronista no puede dejar de comentar que Balvanera –hoy delimitada por Independencia, Entre Ríos-Callao, Córdoba y Sánchez de Bustamante-Sánchez de Loria– es, fuera de los fundacionales Monserrat y San Nicolás, uno de los más antiguos barrios de la ciudad, pues su primer antecedente es un oratorio público puesto bajo la advocación de “Nuestra Señora de Valvanera”, creado en 1799 por fray Damián Pérez, procurador del Colegio de Propaganda Fide. Asimismo supo ser hasta bien entrado el siglo XIX su parroquia más extensa, pues abarcaba todo el territorio al oeste de la actual línea Entre Ríos-Callao hasta toparse con su similar de San José de Flores. Sufrió una primera partición en 1869 al crearse San Cristóbal, desgajándole el territorio comprendido entre Independencia, Boedo-Sáenz y el Riachuelo, y el crecimiento posterior de la ciudad hizo el resto hasta reducirla hasta sus actuales límites.
Pero, en el tiempo imaginario en que el cronista anda vagabundeando, Balvanera ya estaba totalmente urbanizada y en la esquina de San Luis y Pueyrredón se alzaba el café Garibotto, donde en la década de 1910 sentó sus reales Juan “Pacho” Maglio, que venía de actuar largo tiempo en el ya mencionado La Paloma, acompañado por José “Pepino” Bonano en el violín, Carlos “Hernani” Macchi en flauta y Luciano Ríos o Leopoldo Thompson en guitarra de siete cuerdas. Acá el lector estaría en todo su derecho de increpar al cronista: “— ¿Pero en todos lados estaba Pacho, caray? —. Y sí… no en todos lados, pero en esos primeros tiempos heroicos Maglio tocó casi en cuanto café, peringundín o lugar de mala fama tuviera un palquito para la “orquesta”, palquito que en más de una ocasión sólo constaba de unos cajones vacíos apilados. El cronista piensa a veces que Maglio está un poco olvidado y que en la radio sólo pasan, y de vez en cuando, su famoso tema Sábado inglés, pero la obra de difusión que hizo este músico no tiene parangón. Piense nada más el lector que, allá por la década de 1920, era habitual que cuando alguien iba a comprar un disco dijera simplemente “déme un Pacho” para medir la popularidad que llegó a alcanzar. Pero volviendo al Garibotto, si en La Paloma Maglio se quejaba por las ratas que pululaban entre las mesas, aquí también encontró la anécdota joco-seria: según refieren los hermanos Bates –primeros historiadores del tango que llegaron a entrevistar a muchos de sus primigenios protagonistas–, una noche irrumpió en el local la policía debido a una denuncia por juego ilegal –o sea timba de la pesada– y parroquianos, propietarios y músicos fueron a parar en dulce montón a la comisaría. La cosa fue debidamente aclarada, por medios forenses o “de los otros”, y a las pocas horas el local fue nuevamente habilitado, pero quiere la leyenda que Pacho aprovechó esas horas de calabozo para componer ¡Qué papelón!, seguramente inspirado por el trago amargo que acababa de sufrir.
A unas pocas cuadras, en Corrientes y Pueyrredón, se erguía por la misma época un antiguo reducto de payadores, el Almacén Suizo, o sea uno de esos establecimientos que a la “despensa” propiamente dicha sumaban un despacho de bebidas, herederos de las antiguas pulperías y germen de los posteriores cafés con orquesta, que el cronista ha glosado en anteriores entregas. Allá por 1908 actuaba en dicho Almacén un trío formado por Ernesto “el pibe” Ponzio en el violín, el morocho y ciego Eusebio Aspiazu en guitarra y Vicente “el tano” Pecci en flauta. Ponzio ya acreditaba por entonces, pese a su juventud, una larga carrera tanguera: nacido en 1885 en “la Tierra del Fuego” –o sea entre la Recoleta y la Penitanciaría Nacional– de padre napolitano y arpista y madre uruguaya, la temprana muerte del progenitor lo obligó a abandonar los estudios en el Conservatorio Williams y a ganar el pan familiar tocando y pasando el platito en cafés y cantinas. Según Juan Silbido (el periodista e historiador Emilio Juan Vattuone) habría compuesto su primer éxito, Don Juan, en 1898, estrenándolo en 1900 en la casa de bailes de Concepción “Mamita” Amaya de Lavalle 2177. Ponzio logró después renombre en los establecimientos de Palermo El Tambito y Hansen, haciendo dupla con el clarinetista Juan Carlos Bazán, en “lo de Laura” y en lo de María “la Vasca” Rangolla, de Carlos Calvo 2721, donde se codeó con Vicente Greco, Manuel Campoamor (el de La c…ara de la l…una) y, posiblemente, con Rosendo Mendizábal.
Parece que Ponzio tenía pocas pulgas, o que era bastante compadrito, pues en 1902 fue procesado por lesiones en Coronel Suárez y, en 1906, condenado a dos años por lesiones con arma de fuego. Lo cierto es que en enero de 1924, en un prostíbulo del barrio Pichincha de Rosario, mató de un balazo a otro concurrente y fue condenado a veinte años de cárcel con la accesoria de reclusión por tiempo indeterminado por registrar antecedentes, pena que sólo cumplió hasta 1928 cuando fue indultado. A pesar de todo esto, se había casado en 1906 con Adela Savino en Lanús Oeste, de donde era la niña, instalando el almacén “El Pibe”, luego trasladado y rebautizado “Los Paraísos”. En la década de 1930 formó la Orquesta Ponzio-Bazán, en la que formaron Vicente Pecci (flauta), “el Pardo” Alcorta (violín), José María “el Yepi” Bianchi (bandoneón) y el cieguito Aspiazu en la guitarra, orquesta que llegó a actuar en el Luna Park. También fue convocado por Pascual Carcavallo para actual en el teatro El Nacional, en la Orquesta de la Guardia Vieja junto a Bazán, Enrique Saborido, José Luis Padula, Luis Teisseire y otros viejos próceres. En eso estaba cuando, en 1934, falleció del mismo mal que su padre, de un aneurisma en el corazón. Curiosamente para un músico que trabajó tanto, no han quedado grabaciones propias ni en otras agrupaciones, pero podemos ver su estampa junto al “gordo” Bazán en la película Tango, donde aparecen tocando, con una orquestita, Don Juan.
El otro reducto insoslayable de Balvanera, más precisamente en el Abasto, fue el café O’Rondeman de los hermanos Traverso, en Humahuaca 2202, donde dio sus primeros pasos artísticos Carlos Gardel, pero el cronista ya ha hablado largo y tendido en anteriores números sobre este lugar legendario (noviembre y diciembre de 2012), por lo que pide disculpas al lector por la omisión y prosigue su camino hacia el Centro, deteniéndose quizá en algunos cafés de la Avenida de Mayo si es que el tranvía lo deja cerca. Pero ese… será otro callejeo.
por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo, N° 141, abril de 2014
http://www.desdeboedo.blogspot.com.ar/#!http://desdeboedo.blogspot.com/2014/04/n-141-abril-2014.html