Buenos Aires es una sobredosis de información. Caminarla es recibir a cada paso diferentes referencias de época, culturas, arquitecturas, que lejos están de las urbanizaciones armoniosas y relajadas de otras ciudades del mundo. En ese caos tan agobiante (como también excitante) se ocultan tesoros que aún estando en senderos que se recorren con frecuencia ocultan sitios que cuentan la historia de vida porteña. Hace pocos días circulando en auto por la Avenida Entre Ríos, en el cruce con Cochabamba, observé algo que me llamó la atención. Debo decir que en 55 años no lo había notado (el Café, me enseñaron luego, data de 1950), pero esa tarde noche, con esa luz invernal, La Ibérica brilló como nunca. Pocos días más tarde volví. De mediodía. La esquina se me presentó como un espacio noble. Entrada de roble a dos hojas, piso original, barra con estaño, ventana guillotina; un espacio con carácter.
Daniel trabaja en el bar desde hace 33 años y me fue relatando la historia del lugar. Que el trazo de la AU Cacciatore la condenó a ser, prácticamente, uno de esos espacios sórdidos del bajo autopista, pero que la demolición, además, para peor, se llevó un Mercado que le proveía de clientela a mares.
Que antes de ser La Ibérica supo llamarse Comercial Bar y que la agencia BMW cercana acercó a sus mesas a muchos futbolistas como el Beto Mársico, el Negro Ibarra o Roberto Perfumo, y que sirvió de descanso y escape a figuras del espectáculo que filmaron por la zona como Mercedes Morán y Leo Sbaraglia.
Mientras Daniel me contaba todo esto acomodaba el cordón de un teléfono público apoyado sobre la barra. Una acción que sospeché que repetía con frecuencia. Como esos pequeños gestos intrascendentes que los personajes secundarios de grandes historias realizan para describirse. En este caso el de un laburante amante de su oficio y atento a cada objeto del bar como si fueran piezas inertes de un museo. Le pedí un café y me fui a sentar a una mesa.
Toda La Ibérica y el entorno que se observa por sus ventanales son un retorno al pasado. Mientras atravesaba ese túnel entra al Café un parroquiano que se dirige al teléfono público, coloca una moneda y hace una… llamada!!! Cuando volví al presente me despido de Daniel comentándole mi sorpresa por la escena de película argenta de los años 80, «eso no es nada», agrega, «cuando lo pusieron en el ’88 con la recaudación de un mes pagamos la pintura y mano de obra de todo el bar, hoy apenas pagamos la factura.
Qué poco sé de Buenos Aires… Fue Borges quien me inoculó el presentimiento de esa ciudad, y la asumo como a través de una duermevela o de un sueño mal dormido: se engarzan una manzana de Palermo -la manzana pareja-, un galpón rosado, un cuchitril de compadritos cuchilleros… Pero también están el bandoneón de Piazzolla, Gardel, el hundimiento del Belgrano, Diego Armando Maradona, Corrientes, Nueve de Julio, Nacha Guevara, (Les Luthiers no me los menten)…No sé como huele el aromo de un parque ciudadano, y desconozco el sabor del mate. Supongo que el fragor de un estadio de fútbol sera el mismo que oigo desde mi casa las tardes de algunos domingos, acá en el norte de España…, aunque serán otras las imprecaciones. Me cuesta pensar que por el río de los descubridores ya no bajan camalotes y que las aguas ahora estén imposibles. También me acuerdo de Alfonsina…Y de una bailarina que voló sobre las tablas del Colón.
Pero estoy seguro de que si entro en el café La Ibérica me envolverá el aroma universal de un café caliente, el mismo que me acogió en Lisboa, en Bruselas, y que me hizo sentirme como en casa en la hermética Praga, en torno a una taza de café. El café como lengua universal.
Salud.
Fred, si no conocés Buenos Aires, puedo asegurar que nuestros poetas, músicos, deportistas y artistas de todo tipo te la han enseñado de maravillas. También se puede viajar y conocer sin moverte de tu casa. Tenés un café pago. Un abrazo.
Esta ciudad era una ciudad de cafés, hasta los setenta del pasado siglo. Toda una calle -la principal- mantenía enfrentados cafés confortables y algo tronados. Uno, el más proletario, tenía veladores de mármol y atronaba en él el ruido de las fichas de dominó golpeadas con saña de ganador. Otro, el Manacor, tenía una pajarera penumbrosa; el llamado Exprés, unos preciosos cristales emplomados con escenas de locomotoras a vapor. El oriental no tenía rastros de ese oriente y el Príncipe lucía arcos y artesonado morunos. En el Saratoga nunca entré.
La piqueta de los especuladores los fue retirando de la circulación y hoy aquellos espacios renovados son tiendas de ropa cara y perfumería. Pero resiste uno -creo que el más bello de todos-, que también quisieron desnaturalizarlo, junto con el teatro anexo y homónimo… Es una pieza notable del Art déco, con unas columnas en forma de palmera que una reciente restauración doró e iluminó con acierto. Un espacio entrañable en donde, a la tarde, se ven bastantes jugadores de ajedrez inclinados sobre el tablero, con unas tazas vacías al lado, pero sin ceniceros colmados, porque impera la ley antitabaco que lo prohibe. Voy con cierta presencia y me gusta mirar la puerta de estilo que comunica con el teatro vecino y que solo se abre en los entreactos, con un celador que controla el trasiego, no vaya a colarse algún espontáneo, que los hay
Un placer, Carlos Cantini; te tomo la mano y algún día me cobraré ese café. Está lejos Buenos Aires, pero el pensamiento es como una centella.
Salud.
A lo mejor en nuevo «viaje» conozcas el Sur tan mencionado por Borges, allí donde reside el verdadero Buenos Aires. Salud.
¿Acaso, Carlos, el «contado» del título del blog es una alusión al «cortado», que por acá llamamos al café, en taza pequeña, con unas gotas de leche? Es el mismo «macchiato» que tan bien hacen en Italia. Por cierto… Hace años, con ocasión de una visita a Padova, pedí en un café un «capuchino», creyendo que era el equivalente de nuestro café con leche digamos que normal. Pero me desengañé cuando me sirvieron uno en taza mediana y lo colmaron con leche espumosa hasta el Borde. Expresé mi contrariedad al camarero y él, muy amable, me recomendó que, en lo sucesivo lo pidiera «senza schiuma». Así lo hice en lo sucesivo…, aunque prefiero el cortado.
En mi primera juventud trabajé en un café: miles de cafés salieron de mis manos en aquella «gaggia» accionada con palancas manuales.
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