La Honorable Cámara de Diputados de la Nación expresó el pasado 5 de agosto su beneplácito por la publicación de “Café contado. Sobre tus mesas que nunca preguntan”. La iniciativa fue promovida por Eduardo Valdés, diputado nacional por CABA (UxP).
Muy próximo a la ribera sur de la ciudad, en Barracas, sobrevive un bar orillero de fines del siglo XIX. Se trata de Los Laureles, ubicado en la esquina de la avenida Iriarte y Goncalves Díaz. Abrió en octubre de 1893 como pulpería. Con el tiempo atravesó la evolución comercial que da vida a tantos de nuestros actuales Bares Notables. La mencionada Aquella pulpería devino en almacén, luego fue Café-Bar-Billares y, hoy, es un bodegón milonguero que los vecinos cuidan con recelo para que ningún lifting desfigure su añoso encanto.
¿Siempre se llamó Los Laureles? Claro que no. Los primitivos centros de abastecimiento no disponían de nombre comercial. Por lo general, el decir popular los nombraba con el apellido de los propietarios o dependientes. Al momento de comenzar a funcionar, las vías del Ferrocarril del Sud le pasaban por la puerta. O sea, a nivel de la calle. Más tarde el trazado ferroviario se elevó a nueve metros de altura. Para la esquina el resultado no pudo ser mejor. El terraplén le dio seguridad a los parroquianos mientras que le otorgó un inquietante halo de misterio al rincón.
Almacén Lavalle está ubicado en la esquina de Lavalle y Rodríguez Peña. Abrió en 1930 (sí, otra apertura de ese año “notable”). Ocupa la planta baja de un edificio propiedad de la familia Risso. Antes el solar perteneció a los Campos López donde un día como hoy, 21 de agosto, pero de 1891, nació Florencio Molina Campos.
Qué curioso, a fines del siglo XIX la zona fue residencia de familias propietarias de campos. Domicilios que luego se convirtieron en bares. Por ejemplo, su vecino Los Galgos en Lavalle y Callao fue la vivienda de los Lezama y después fue un bar. Ambos a partir del ’30.
El Lavalle fue un típico café de Tribunales. Tuvo su esplendor entre las décadas de los cincuenta y sesenta. Las nuevas costumbres resultado de la pandemia -y la post- le dieron un golpe letal. La presencialidad para los trámites tribunalicios perdió jerarquía y dejó paso al home office. Y cerró.
Antes de ésto el Almacén Lavalle lo administró Susana Sassano quien le dio un carácter de bar literario. Organizó talleres de escritura, hubo lectura de textos y presentaciones de libros. La nueva impronta funcionaba, pero en un horario reducido para la zona. Y solo abría lunes a viernes. A partir de su reapertura hubo vecinos que confesaron no saber que allí existía un bar porque salían de sus casas muy temprano y para cuando volvían las persianas ya estaban bajas. “Pensé que acá vendían trajes”, me dijo uno. Hoy el Almacén Bar Lavalle abre los siete días de 8 a 2 am.
El trabajo de recuperación -fueron nueve meses- no desestimó nada del mobiliario original. Todo lo contrario, la nueva puesta hace lucir su patrimonio. También se pintaron, en algunas de las sillas, los nombres de los poetas que pasaron por el viejo bar de la mano de Susana.
Los flamantes socios administran otros bares notables en la ciudad. Para el Lavalle se propusieron una consigna que sabe a rescate popular: lograr el mejor pebete de jamón y queso o salame y queso de Buenos Aires. Elijo creer.
El Gran Café Tortoni es nuestro café de bandera. Todos tenemos un café preferido, pero al momento de describirnos como sociedad cafetera lo incluimos de manera insoslayable en un podio.
Es el café de la ciudad más viejo que sigue en operaciones. Abrió en 1858, aunque en otra locación. Ocupó la esquina noroeste de Esmeralda y Rivadavia. Su propietario fue un francés llamado Jean Touan quien le copió el nombre al Tortoni de París. A principios de los ‘80 se mudó a media cuadra, en Rivadavia 826. Esa dirección fue, por un tiempo, su única puerta de entrada.
Está claro que el Tortoni ya no es un café. No lo es en tanto su dinámica cotidiana. Es un templo. A falta de pirámides de civilizaciones prehispánicas o cuevas pintadas por manos de pueblos originarios, en Buenos Aires mostramos cafés históricos. Entonces si en Buenos Aires el café es religión, el Tortoni vendría a ser nuestra Basílica de San Pedro o Templo de Jerusalén o Mezquita de no sé dónde.
El Bar Pinon es un minúsculo local pegado al edificio de la Sociedad Hebraica Argentina (SHA). Queda en Sarmiento 2227, pleno barrio de Once. Es uno de los tantos barcitos de Buenos Aires que pertenece a la tipología de cafeterías con puerta de entrada hecha en carpinterías de aluminio. Su interior está revestido con azulejos de color miel. Tiene una barra con banquetas todo a su largo y mesas contra la otra pared. La capacidad del lugar con suerte alcance para unos cuarenta parroquianos. El Pinon abrió el 1 de julio de 1950. Lo fundaron Marcial Parrondo y los hermanos Eloy y Arturo Rodríguez. Todos españoles, como lo delatan las imágenes con motivos ibéricos que decoran su interior.
A poco de ser inaugurado, los socios de la SHA se lo apropiaron. Y lo convirtieron en el café de al lado. Pero, ¿qué hace que este bar tenga algo distintivo por sobre otros de los cientos que hay en Buenos Aires? En principio es un bar de gallegos, atendido por un correntino, en pleno Once. El Once Sur -como lo conocen algunos vecinos porque está ubicado al sur de la avenida Corrientes- desde hace tiempo está ganado por las comunidades peruanas y coreanas. Las cercanías del bar funcionan como un cluster de parafernalia multiétnica y religiosa.Se ofrecen a la venta imágenes de absolutamente todo. A cualquier pobre diablo que pase caminando le embocan un alma. Otro hecho que lo hace diferente al resto de los bares es que allí me enseñaron la historia del Gardel judío.
Hoy les traigo el recuerdo del Bar León. Se ubicaba sobre Corrientes –vereda norte–- a pasos de la Avenida Pueyrredón. Casi a la altura en que Castelli desemboca en Corrientes. Fue fundado en 1912 por un inmigrante suizo, Juan León Petroni. En sus comienzos contaba con una superficie cubierta de mil doscientos m2. Fue el centro de la bohemia judía entre los años veinte y mediados de los cincuenta del siglo XX. Cuentan que, a raíz de su clientela, durante la revolución de 1930 el local fue atacado por los partidarios de dictador José Félix Uriburu pese a que su dueño no era judío.
El bar contaba con dos espacios bien diferenciados por la función y el acceso: un salón con ciertas pretensiones de lujo y un salón masculino donde se jugaba billar, dominó con marca y ajedrez. En sus equipos jugó Miguel Najdorf. La familia Petroni vivía en los altos del edificio.
Cuando Juan León Petroni falleció, sus hijos mantuvieron el establecimiento hasta mediados de los años cincuenta. Entonces, vendieron y, en el mismo solar, se construyó un edificio. El escritor y periodista César Tiempo lo llamó el café del Ghetto.
Informe de Nicolás Artusi @sommelierdecafe sobre el libro «Café contado. Sobre tus mesas que nunca preguntan» para @ipnoticias. #Señalador, mi libro del día.
Estaba leyendo el último número de @carasycaretasar que homenajea a Atahualpa Yupanqui y recordé un Café. En la revista se menciona cuando don Ata estuvo detenido en la cárcel de Devoto -allá por el año 1951 debido a su militancia en el PC- y, a modo de sometimiento, los carceleros le rompieron el dedo índice de su mano derecha con la intención de interrumpir -lo que ya era- una imparable carrera artística. Lo que no sabían estos obedientes funcionarios públicos era que el cantautor era zurdo.
El Café que traje a la memoria con esta lectura estaba en la esquina de Baigorria y Bermúdez, Villa Devoto. A escasos cien metros de la cárcel. Lo conocí en el año 2009. Por entonces, me encontraba gestionando la publicación de unos libros para el GCBA que hablaban de los barrios –la colección completa son tres volúmenes titulados “Historias de barrios”–. Andábamos con @analuzphoto buscando imágenes para acompañar el texto sobre Villa Devoto cuando, dando vueltas, caímos a comer algo en la esquina en cuestión.
El boliche no integraba la lista de los Notables. Más bien era un valioso exponente de los que apenas se notan. Hoy, doy por seguro, integraría el listado de los @bardeviejes.
Con Luz estuvimos discutiendo largo rato sobre cómo abordar un registro fotográfico del lugar. No llegamos al bar con el plan de contar a Villa Devoto desde sus mesas, pero el sitio merecía ser inmortalizado en fotos. Tampoco deseábamos importunar a nadie. De ahí que, salvo mi definida imagen, todos los presentes salen esfumados.
Hoy volví a pasar por la esquina de Baigorria y Bermúdez. Y charlé con el kiosquero de enfrente. Me contó que el bar cerró hace unos ocho años, cuando falleció su propietario. Luego tuvo otros usos. Del mobiliario no quedó nada. Se conocía como el Bar de Paso. Con P mayúscula, porque Paso se apellidaba el dueño. Bonita puntería. Rememoré mi paso, el de los parroquianos de ese día, el tiempo privado de libertad de los pasantes encarcelados, a Yupanqui y las palabras que le dedicó Eduardo Galeano cuando despidió a su “arriero” amigo: La historia del pobre se canta o se pierde. Como la de este bar. Y tantos otros más.