Del Variedades y el Casino

El cronista callejero está cumpliendo este año la reiterada promesa (o amenaza) de recorrer los cabarets, dancings y otros peringundines que en Buenos Aires han sido, y a tal efecto debe continuar su reseña de aquellos establecimientos que a fines del siglo XIX y comienzos del XX se pueden considerar sus antecedentes. Ya anduvo por los primeros recreos y cafés-concert y, en la última entrega, recordaba al Alcázar y al Pasatiempo, quizá los primeros lugares de mala fama debido a su selecto público de «niños bien» y no tan bien que engrosaron los archivos de la patota porteña y fueron los padres de aquellos otros que alborotarían las noches del Hansen, el Tambito y demás recreos del viejo Palermo.

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José Gregorio Lezama

Así pues, y siguiendo en lo posible el hilo cronológico, le toca al cronista acercarse al Variedades, que ocupó un solar de la calle Esmeralda hoy convertido en estacionamiento. ¡Y qué solar lleno de historia, caramba! Estamos hablando de la esquina sureste de Corrientes y Esmeralda, que allá por 1870 era propiedad de Emilio Castro, gobernador de la provincia de Buenos Aires y que, según Alfredo Taullard (en el ya citado Historia de nuestros viejos teatros), fue adquirido con malas artes por José Gregorio Lezama que construyó el teatrillo Variedades, inaugurado el 25 de mayo de 1872. Este señor Lezama merece un párrafo aparte: es sabido que el Parque Lezama era su quinta y por él lleva su nombre, pero en general se desconoce que poseía grandes extensiones de tierra en la Provincia, como el actual partido de Lezama, e incluso un «terrenito» sobre el Riachuelo que abarcaba gran parte del fondo de Barracas, Parque Patricios y Pompeya en el cual funcionó la primera quema de basuras allá por 1870. Sigue leyendo

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El Alcázar y El Pasatiempo

ignacio-h-fotheringham-la-vida-de-un-soldado-parte-2-20098-MLA20182378616_102014-FIgnacio Fotheringham, un inglés veinteañero que vivía en Southampton, solía cruzarse tarde a tarde con una señora que solía visitar a su padre, residente en la localidad. Según cuentan, la señora -que no era otra que Manuelita Rosas- o su tío político, el héroe de Obligado Lucio N. Mansilla, lo interesaron en radicarse en Buenos Aires para trabajar en la estancia Los Cerrillos, propiedad entonces de Máximo Terrero. Pero al inglesito, que llegó al Plata en 1863, no le gustaron mucho los trabajos de campo y no tuvo mejor idea que irse de voluntario a la guerra del Paraguay, empezando una carrera que lo llevó al generalato y a ser el primer gobernador de los territorios del Chaco, primero y luego de Formosa. La cuestión es que nos dejó un notable libro de memorias, La vida de un soldado. Reminiscencias de las fronteras, publicado por Guillermo Kraft en 1908, que no es solamente una importante fuente para la historia, sino que contiene interesantes referencias y cuadros de costumbres  del Buenos Aires del último tercio del siglo XIX.

Así, en una de sus páginas, nos refiere: “Creo haber dicho antes que en aquel tiempo (1865), Buenos Aires estaba muy lejos de ser la ciudad culta, elegante, hermosa y aristocrática de ahora. Por todas partes, en el mismo centro de la ciudad, pululaban las casas públicas y el Alcázar, de triste memoria, era el punto de reunión de los jóvenes de buena familia y de no buena que rivalizaban entre sí para provocar disturbios a mojicón limpio y a veces a cosas más serias. También el Hotel Oriental (Cangallo 860), al que le quitaron el Orien y le dejaron el Tal, era rendez-vous de aristocráticos entusiasmos para coreográficos lucimientos de milongas de corte especial y de ciertas mazurcas de quebradas horizontales y agachadas que echaban tierrita en el hombro a los del barrio del Retiro, famoso por su válgame el cuerpo y la vista”. Aparte del comentario coreográfico que nos remite a las primeros pasos de algo que se va a llamar tango, Fotheringham deja aquí asentado el nombre y el ambiente del Alcázar. Sigue leyendo