Anduvo el cronista, en los últimos tiempos, recorriendo cafés, pero no cualquier tipo de cafés de ayer y hoy, sino aquellos que contaron con números musicales y desempeñaron un papel de primer orden en el origen y desarrollo del tango. Esa “discriminación” le fue necesaria para delimitar el campo de estudio –como dicen los historiadores– dado lo vasto del tema y así y todo, aún en forma seguramente incompleta… ¡le llevó dos años la caminata! Por eso cada tanto tuvo que disculparse por dejar algunos establecimientos fuera del relato, amenazando una y otra vez con tratarlos en otra serie de callejeos, y al comenzar esta columna un nuevo año –¡el decimotercero!– pasa a cumplir con lo prometido, por lo que invita al amable lector a visitar cabarets y otros peringundines que también fueron fundamentales en la historia del tango y la sociabilidad de los porteños.
Pero aquí nuevamente vamos a tener que poner límites al recorrido, porque sino se haría inabarcable. El cabaret como establecimiento surgió allá por 1880 en París, heredero de los cafés-concert que se habían popularizado durante el Segundo Imperio. Esto es, hablamos de establecimientos comerciales con despacho de bebidas o restaurante en los que se brindaban números musicales o de varieté, con o sin escenario, con o sin pista de baile. Si bien estos cafés-concert registran antecedentes desde el siglo XVIII, cobraron importancia y se politizaron después de la Revolución Francesa, teniendo un papel no menor como centros de agitación política durante las revoluciones de 1830 y 1848, siendo seguramente el más famoso el Follies Bergère, inaugurado como music-hall en 1869 y transformado en cabaret en 1890. De Francia se expandieron por toda Europa, dando origen a los cafés cantantes españoles y llegando hasta Estambul y el entonces Imperio ruso. En cuanto cabarets propiamente dichos, los primeros en adquirir fama fueron Le Chat Noir, establecido en Montmartre en 1881 y el Moulin Rouge, que abrió sus puertas en el entonces prostibulario barrio de Pigalle en 1889.
En relación a estas tierras, es sabido que durante todo el siglo XIX y gran parte del XX nuestro referente cultural fue Francia. Salvo quizá en el campo de la ópera, a la cual los porteños fueron muy aficionados mucho antes de la inmigración masiva italiana, “lo francés” fue el modelo a emular tanto en el campo artístico como en diversos aspectos de la vida social; fue “lo elegante” o, si se prefiere, “lo chic”. Igualmente, no juzguemos muy duramente a nuestros antepasados, porque durante el período que mencionamos Francia fue realmente el norte cultural del mundo occidental y parte del oriental, tanto como Inglaterra fue el modelo económico. Más aún, la “lengua franca” que se utilizaba en todo el mundo, y taxativamente en la diplomacia, era el francés; lejos estaban los tiempos en que el inglés iba a tomar dicho lugar, como hoy en día, y en que muchos coterráneos que criticaban nuestro “enfeudamiento cultural” con la cultura gala iban a enfeudarse con la “cultura” de Miami…
Pero, volviendo al tema, a partir de la caída de Rosas las élites de Buenos Aires comenzaron un vasto programa tanto de modernización edilicia como de cosmopolitización de la vieja sociedad criolla anclada en las tradiciones hispánicas. La moda, las costumbres, la gastronomía, etc., trataban de ponerse al tono y espectáculos hasta entonces nunca vistos conquistaban a los porteños. Cuenta Vicente Gesualdo, en su indispensable Historia de la música en la Argentina (Buenos Aires, Beta, 1961), que “A partir de 1856 aparece en Buenos Aires un nuevo tipo de esparcimiento público: los salones que ofrecen vistas de actualidad y sucesos europeos amenizados con ejecuciones musicales a cargo de uno o varios músicos que constituían en muchos casos la verdadera atracción de estos locales. Mientras el público observaba las vistas exhibidas escuchaba unas variaciones de Liszt, trozos de óperas de Bellini, Donizetti o Verdi, junto a las polcas, mazurcas y valses de moda. También se exhibían en estos salones animales exóticos, fieras embalsamadas y otras rarezas”. Estas “vistas” eran dioramas –o sea maquetas en las que se crea una ilusión de tridimensionalidad y que aún vemos en muchos museos– en los que se apreciaban paisajes como Panorama de Nápoles, Vistas de Río de Janeiro, o episodios de actualidad como El atentado de Orsini contra Napoleón III, Garibaldi en Aspromonte, El sitio de Sebastopol que, en una época sin cine ni televisión, enloquecían al público.
Pero, preguntará el paciente lector, ¿no había anteriormente diversiones en Buenos Aires? Pues la verdad es que no; salvo las fiestas patrias o religiosas, los porteños no tenían durante la primera mitad del siglo XIX muchos lugares de esparcimiento público. Estaban las pulperías, o los bailes en los barrios de los negros, pero tertulias y saraos tenían carácter privado como en los tiempos virreinales. En su Buenos Aires desde 70 años atrás, José Antonio Wilde se refiere puntualmente a estas actividades sociales, realizadas siempre en casa de tal o cual familia y los “grandes cambios” producidos en el período revolucionario: que en lugar de terminar a las 10 de la noche se extendían… ¡hasta la madrugada! Quizá el único antecedente de estos nuevos espacios que arriba mencionamos haya sido el llamado Parque Argentino o Vauxhall, un emprendimiento de Santiago Wilde, padre del anterior, que estableció en una fracción de la antigua quinta de Zamudio (Viamonte, Uruguay, Córdoba y Paraná), una mezcla de zoológico, feria de atracciones, arena de circo, salón de baile y pequeño teatro al aire libre, el todo enmarcado por jardines dispuestos paisajísticamente. Inaugurado en 1828, el lugar fue un éxito en sus primeros tiempos, pero sólo sobrevivió una década debido a que el público dejó de concurrir a lugares… tan alejado.
Así pues, en tan sólo una década (1856-66) abrirán sus puertas una decena de locales cuyo principal mérito fue ampliar (democratizar, diríamos hoy) hasta cierto punto el acceso a manifestaciones culturales y a espacios de sociabilidad compartida. Hasta ese momento, la ciudad sólo contaba con algunos teatros como el antiguo Coliseo de Comedias, luego Teatro Argentino, el novísimo Teatro de Colón inaugurado en 1856, y otros de menor categoría como los llamados Del Buen Orden y Federación, ambos en la cuadra de Rivadavia que desapareció con la apertura de la avenida Nueve de Julio. Pero, insistimos, esas salas teatrales no eran para todos los porteños; tanto el costo de las localidades como los hábitos sociales y culturales condicionaban el acceso a sectores subalternos de la población que comenzaron a incrementarse geométricamente con la marea inmigratoria que, precisamente, se inició en esta década. Con los nuevos salones, jardines y cafés-concert comenzará una genealogía de establecimientos que en menos de medio siglo dará su fruto más característico en el cabaret, por lo que comenzaremos su inventario con el Salón de Recreo inaugurado en la calle de Representantes (desde 1857 Perú) “puerta contigua al Club del Progreso”. Pero ese… será otro callejeo.
por Diego Ruiz (museólogo y cronista callejero)
mandinga.ruiz@gmail.com
Publicado en el periódico Desde Boedo N° 150, enero 2015